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Tribuna
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Ser humano

JUSTO NAVARRO

Fui a Correos a timbrar dos cartas y me puse en la cola, lenta cola que se beneficiaba de los adelantos de la electrónica: una balanza conectada a un ordenador que necesita conocer el tipo, tamaño y destino del envío para fijar el precio del sello y expulsarlo automáticamente por una ranura. La vida automática no es siempre más veloz que la vida manual.

Amablemente me atiende el funcionario con leve cara de filósofo de Francfort. Le pido, desde el principio, que me dé un tique al terminar la operación de pesaje y timbrado. Así se me advirtió un día en la Oficina de Correos: si no lo pido al principio, no hay tique. No sé si este requisito lo impone la naturaleza de la máquina electrónica o la estructura profunda del mundo: existe una heroica resistencia española a dar factura o papel que deje huella de la más mínima cantidad cobrada, y, en este campo de batalla, es legendaria la lucha de algunas farmacias y establecimientos de restauración.

Recurren a cajas registradoras sin rollo de papel para imprimir las cantidades marcadas, o, más sibilinamente, sin tinta, y el cliente recibe un turbador papelillo blanco, invisible mensaje de espías. Son estrategias microeconómicas de negociantes que quieren engañar a Hacienda. Pero la fiebre ha alcanzado a los cuerpos del Estado. Fui al notario para otorgar un poder y pedí una factura: me dieron un recibo sin membrete y sin sello, mezquino y anónimo, amarillo, sólo una cifra casi ilegible. ¿Podrían sellarme, por lo menos, el papelucho? Muy bien, dicen, pero entonces me cobrarán más. Las facturas siempre hay que pedirlas al principio.

Las facturas son cuestión de principios (del principio de avaricia, parece), pero no entiendo por qué Correos se resiste a darme un tique. ¿Es una cuestión de tiempo? ¿Cuánto tiempo se pierde en hacer el tique? He pagado mis dos cartas, 295 pesetas, me han devuelto cinco pesetas, y repito:

-¿Me da el tique, por favor?

El funcionario me mira amablemente asombrado, como si hubiera oído una maldición en ruso. Sí, claro, pero antes tiene que ir al cuarto de baño. Muy bien, gracias, le digo. Lo entiendo. La cola no sólo es lenta para el usuario, también lo es para el funcionario, que no soporta una cola, como yo, sino que lleva soportadas muchas colas esta mañana. Necesita ir al cuarto de baño, no puede aguantar más, y hacer un tique debe ser peliagudo: extender un documento, firmarlo, sellarlo. Un minuto puede ser decisivo cuando hay que ir al váter.

Entonces una compañera del necesitado se ofrece diligentemente para sustituirlo. ¿Qué quiero? ¡El tique!, responde el funcionario desde el fondo del edificio o desde el fondo del váter. La compañera pulsa un botón y el tique aparece automáticamente. ¿Ha tardado un segundo? ¿Tres? Cojo mi tique y me pongo en otra cola para recoger un paquete. Menos de diez minutos después vuelve el funcionario necesitado. ¿Qué ha querido? ¿Que me diera cuenta de que puede hacerme esperar diez minutos más? ¿Notificarme que por un tique hay que pagar diez minutos? ¿O es que su conciencia le impide dar tiques? ¿Tenemos los seres humanos necesidad congénita de demostrar que tenemos poder, poquísimo o mucho, sobre los demás?

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