LA CRÓNICA Extranjeros solos MONIKA ZGUSTOVÁ
Por teléfono, el médico chino -¿o será coreano?- me da su dirección: "calle Loseflot", dice. La calle no me suena, así que paro un taxi. El taxista, perplejo ante tal nombre de calle, consulta la guía de Barcelona. Nada: no figura. Me ofrece su teléfono móvil para que llame de nuevo al médico. "Loseflol", repite él con su deje chino, y se esfuerza: "Loseflol... Loseflol... Loseflol..." ¡Ahora, por fin! ¡Si es la calle Roger de Flor!, suspiro aliviada. Y el taxista se ríe: "Anda, si ese hombre no quiere perder su clientela, tendrá que mudarse a una calle cuyo nombre le costara menos de pronunciar", y sigue riendo.Yo no tengo ganas de reirme. Mientras subo cuatro pisos por la estrecha y oscura escalera que conduce al domicilio del doctor, me imagino las mil y una dificultades con las que debe topar un extranjero proveniente de una cultura tan alejada a la europea, pienso en todos los engorros diarios que seguramente le impiden llevar a cabo una vida normal. Pienso en la "libertad" del extranjero, libertad absoluta porque un extranjero entre nosotros no tiene lazos lingüísticos ni culturales, ni personales y por tanto tampoco los de la amistad que le unan a los demás. Pienso en esa libertad como prisión, libertad cuyo nombre es soledad.
Y pienso también en la soledad de ese sabio chino antiguo que, al llegar a la conclusión de que la humanidad era un caso perdido, decidió retirarse en la naturaleza salvaje donde reinan el buen juicio y la lógica. En la cima de un desfiladero de montaña, allí donde se acababa la civilización, Lao-Tse, el sabio -que, como otros filósofos chinos antiguos, influyó decisivamente en nuestra filosofía antigua- se sentó para escribir sus reflexiones. En ellas dice: "Un hombre sabio conoce sin haber viajado, comprende sin haber visto. Cuanto más buscas, menos comprendes".
En un piso humilde, cuya única decoración son las ondulaciones modernistas de las ventanas y el techo, me recibe el médico y me hace pasar a su consultorio. Le cuento mis pequeños pero persistentes problemas de salud que la medicina occidental ha dado por curados y en cambio no lo están: la espalda , el estómago... Él me toma el pulso durante largo rato, me mira los ojos, la lengua ylas orejas por fuera y por dentro. Después me dice que necesito un tratamiento que consistirá en varias sesiones de acupresura, acupuntura y masaje. Y ya va preparando toda clase de frascos llenos de líquidos verdes y amarillos, vasos tanto panzudos como esbeltos, tubos y cilindros y agujas, toda esa ciencia y sabiduría milenaria transformada en objetos.
Extendiendo unas gotas de aceite que huele a bosque de abedules después de la lluvia, unos dedos fuertes y hábiles me masajean toda la piel del cuerpo, sí, toda, incluso allí donde, con nuestro puritanismo occidental, los masajistas suelen detenerse. Tras repetirme varias veces: ¡carca, pánfila, hipócrita, hay que abrirse a las demas culturas, al igual que este médico debe adaptarse a la nuestra, le cuesta más!, logro relajarme del todo y estoy en el paraiso.
Entonces las manos del doctor se detienen... y yo presiento que por encima de mi espalda se está preparando algo. Y ya unos calientes objetos circulares aterrizan en mi espalda adhiriéndose firmemente en la piel, el olor a bosque húmedo se intensifica, y encima de mi cabeza se produce un tenue crepitar de llamas. Abro un ojo y veo a un mago que, con una pequeña antorcha en los dedos, concentrado, abstraído del mundo, se inclina encima de mi como Psique con su linterna de aceite y, uno tras otro, deposita en mi espalda objetos circulares de cristal.
Una vez terminada la sesión, felicito al doctor por su castellano-elemental y no siempre comprensible, pero me imagino lo que le habrá costado aprenderlo, pero él me corta en seco: "Lo he aprendido para poder ayudar a la gente". Y por mi cabeza flotan palabras de Lao-Tse: "Un sabio ayuda a los demás bajo cualquier circunstancia. Eso se llama estar circundado por la luz".
Me levanto para salir, con la piel impregnada de fragancias, bálsamos y esencias, cosquillas y hormigueo, palmadas y frotes. Pero, ¿y él, envuelto en el silencio que le es impuesto por la incomunicación, en un silencio que es la consecuencia de su aislamiento en medio del tumulto de la urbe extranjera, un silencio que es, también, el fruto de su discreción y de su sabia humildad? ¿Nos interesa saber cómo viven entre nosotros esos extranjeros provenientes de paises culturalmente tan distantes? ¿Intentamos conocerlos, absorber algo de su riquísima cultura, de sus civilizaciones, más antiguas que la nuestra?
Llena de dicha, que no es sólo física, todo me parece posible, y salgo volando por la ventana; me convierto en una de esas criaturas voladoras de Chagall, planeo encima de los tejados de la calle Roger de Flor, luego me dirijo hacia la Sagrada Familia, me deslizo volando más allá, y aún mucho más allá.
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