Desmesuras
JOSÉ LUIS MERINO En el Palacio Aranburu de Tolosa se muestran obras del pintor Juan Luis Goenaga (Donostia, 1950). Óleos, grafitos, espantajos de trapos, todo un compendio de su arte que traslada a las telas, cartones y papeles (papeles eskulan de Zizurkil). Estamos ante unas formas detonantes, expresadas con trazos muy empastados las más de las veces, y otras con brutalidad delicada. Los colores son oscuros, de ecos sordos, que parecen surgir como vasallos del negro (y tal vez lo sean). Mientras los primeros trazos buscan crear una composición más o menos armónica, nuevas signaturas pugnan por descomponer lo iniciado. Las pinceladas se convierten en metralla que da en el blanco haciéndolo estallar (en realidad ha estallado antes de llegar al blanco). Así, la forma va convirtiéndose en materia. La representación de aquéllo recuerda al bosque y a la gruta oscura; a los estratos geológicos y al mundo vegetal; al sendero sin fin, que se ve poblado de hierbajos, zarzas, lianas, grietas de roca, helechos descabezados. No son de verdad, sino que se trata exclusivamente de pintura. También podía ser maleza disfrazada de pintura. Sí, es eso, maleza disfrazada de pintura. Bueno, dicho esto en sentido metafórico, puesto que el arte siempre es una metáfora de algo. Sea lo que fuere, lo cierto es que lo visto posee la facultad de ser la verdad de la pintura. La vida real de este artista va en paralelo con su arte. Casi toda su vida ha vivido apartado del mundo. Lo suyo era pintar imparablemente. A todas horas adosado a un papel y a un lápiz. En el caserío donde vive en la actualidad, con su mujer y sus dos hijos, tiene los modelos que quiere, esto es, animales de todo tipo: caballos, burros, vacas, carneros, gallinas, palomas... Los ha adquirido para pintarlos. Además de eso, está la tierra que le rodea, los montes, las rocas, árboles, hierbajos, cada trozo de barro mojado o seco, todo le sirve para identificarse con ellos. Goenaga pinta sus cuadros metido entre los lienzos. Y pinta a modo de un trance controlado. Salta, se atrasa, vuelve al cuadro, como si estuviera bailando. Ninguno de sus críticos y estudiosos de su obra se ha atrevido a decir que existe un deseo en Goenaga, en algunos momentos, por desaparecer como persona, para convertirse en materia, en color, en trazo. Le conozco desde hace tiempo. Cuando Goenaga era un muchacho de dieciocho años fui uno de los que creyó en él. Las veces que hemos hablado, siempre hemos conectado a la perfección, porque para los dos el arte y la literatura no son otras cosas que obsesiones. La última vez que nos encontramos, a raíz de su exposición en Tolosa, volvimos a nuestro tema favorito, el juego de las obsesiones. Y Juan Luis, con una rotundidad, que comparto, me decía: "Y uno quiere ser águila, bisonte, y un día eres un insecto y miras las hierbas como un insecto". Lo advirtió René Char, dentro del mundo literario: "El poema siempre está casado con alguien". Sobre esa disposición anímica, que me atrevería a llamar ética, sus cuadros no conceden nada a la galería. No hay tratos con la belleza. Se mantienen vivos en sí mismos. Los envuelve la máxima libertad, hasta el punto de no dejar ningún cuadro terminado. Puede seguir pintándolos dentro de seis meses o seis años. Para que la libertad sólo sea rebasada por la propia libertad, muchos de sus cuadros forman un tríptico, por ejemplo, por el hecho mismo de juntar un cuadro y otro y otro, de obras que nacieron para contemplarlas por separado. Cuando habla de sus cuadros, Goenaga cree que son las obras hechas por un radical obsesivo, el cual siempre está pintando el mismo cuadro. Asegura que es idéntico proceso al de los otros pintores: "El pintor es el mismo siempre". Y remata la idea con estas palabras: "Es el mismo pintor que cambia de nombre".
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