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El Anticristo

A. R. ALMODÓVAR Grandes cataclismos ha originado en las almas cándidas que la Santa Madre Iglesia no dé su brazo a torcer, ni siquiera en cuestión tan principal como es la pena de muerte. Un último reducto, una reserva de la más alta teología, ha impedido que se elimine del catecismo lisa y llanamente ese atroz invento del Estado vengativo. Con lo fácil que lo tenía, ponerse a tono con los tiempos. Ya que no el amor por el amor, ni el aborto en circunstancias penosas, ni el uso profiláctico del humilde preservativo, ni la homosexualidad más allá de una "inclinación objetivamente desordenada", ni la inocente masturbación, ni el sacerdocio femenino..., al menos esto. Pues no. Olvidan las almas cándidas que la Iglesia de Roma ha sido una institución sanguinaria buena parte de su historia, y que durante siglos tuvo el fundamento de su autoridad precisamente en la tortura y en la pena de muerte que ella misma dictaba a través del Santo Oficio de la Inquisición. Olvidan que prestó su beneplácito a toda clase de monstruos y tiranos (el último, a Pinochet, bendiciéndolo allá e intercediendo discretamente por su exculpación acá); que condenó a audaces científicos como Giordano Bruno o Miguel Servet (ambos quemados vivos), o los humilló, por apartarse de la cosmogonía teocéntrica, como a Galileo. Que sigue hurgando en la herida de nuestra Guerra Civil con beatificaciones sin cuento. Que su verdadero oficio, en fin, es la muerte. En el famoso episodio El Gran Inquisidor, dentro de la novela Los hermanos Karamazov, Dostoyevski sitúa en Sevilla ésta que es una de sus más estremecedoras ficciones. Y no por casualidad en Sevilla, pues largo fue aquí el brazo del Santo Oficio y aquí tuvo lugar el último Auto de Fe completo, el de La beata ciega, ejecutada "a fuego lento" en 1781. Imagina el atormentado escritor ruso la vuelta de Jesucristo a este mundo, en la Sevilla del siglo XVI, a intentar regenerar a su Iglesia de los desvaríos de poder, de la acumulación de tesoros, de la doctrina justiciera. Pero el Gran Inquisidor, lejos de reconocer sus pecados y al que se los recrimina, concluye que éste no es sino el gran impostor que ya esperaban, el Anticristo, el cual, naturalmente, es procesado y sentenciado a la hoguera. Tal vez sea este el caso "imprescindible", el que Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, aduce en su sinuosa justificación de la pena máxima. No en vano se le atribuyen ambiciones de papado. ¿Pues qué si le toca algún día procesar al Anticristo, ahora que tantos terremotos, tifones y otras señales de postrimerías se prodigan? (Dostoyevski fue también gran lector de El Apocalipsis). Lo malo sería que se cumpliera la predicción, y el propio Jesucristo eligiera la capital andaluza para su inconveniente retorno. Pues aquí la autoridad eclesiástica, el arzobispo Amigo, no parece muy alineado últimamente con las tozudas tesis de Roma. De momento, ha admitido que la Seguridad Social se haga cargo de corregir los "desórdenes" de la homosexualidad. La cosa podría ponerse realmente interesante. Dostoyevski puro.

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