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La libertad, por los suelos

La esposa del disidente encarcelado en Pekín tras residir en Valencia organiza una protesta en Madrid

Ella sólo quería una cosa: contarle a sus compatriotas que su marido está en la cárcel. Los dos son chinos y viven en Valencia desde 1983. Él, Wang Ce, tiene 50 años y es disidente; dirigente de la Alianza por una China Democrática. Lo detuvieron en Hangzhou (este del país) el 2 de noviembre pasado por entrar en China sin pasaporte y entregar a otro disidente, Wang Yucai, 1.000 dólares (unas 160.000 pesetas) y un documento en el que condenaba "la pesadilla del comunismo". El pasado 4 de febrero fue condenado a cuatro años de cárcel.Su esposa ansiaba que se supiese. Pero no la dejaron. A Xuan Zhong Tang la sacaron a rastras ayer del restaurante chino madrileño en el que la comunidad de este país celebraba los 50 años de la República Popular China. Una docena de hombres, paisanos suyos, la impidieron tomar el micrófono a continuación del embajador en España y la llevaron a empujones y por los suelos hasta la calle.

No deseaban política en la fiesta, decían los organizadores. Y se lo hiceron saber a Xuan a la fuerza. Ella se resistía a que la echaran, se defendía como gato panza arriba contra la contundencia de sus compatriotas, los mismos a los que quería contar su pena. "Wang Ce libre, Wang Ce libre", clamaba desde lo más profundo de sí en chino, entre sollozos, mientras la fuerza de la docena de hombres culminó su expulsión en pocos segundos. Su hija Cristina, de 10 años y nacida en España, acudió en su ayuda. Una mano amiga, rauda, la apartó del violento tumulto. Y se quedó dentro. Al igual que los más de doscientos chinos que se habían congregado a conmemorar el día nacional, si bien la fecha oficial es el 1 de octubre. Mientras Xuan forcejeaba en la puerta del local, dentro, una adolescente, que se comunica con sus amigas en español, cantaba en el karaoke. El embajador la miraba, con las manos cruzadas, alejado de los gritos y los empujones que tenían lugar a escasos metros de él. "Este caso se debe juzgar bajo las leyes chinas, nuestro país tiene leyes y se deben cumplir", dijo el embajador, Tang. El responsable de la diplomacia china en España no reparó en que el caso ya está juzgado, y sobre el reo ya hay sentencia firme. "Lamento estas preguntas", insistía Tang, "estamos aquí para otra cosa".

Los globos de colores, las lámparas decoradas, los niños con traje y corbata, las rosas en las solapas, las coronas de flores a los pies de un estrado, así como los carteles que, con dos fechas -1949-1999-, enseñaban de un vistazo que era un día de fiesta. "Nosotros sólo queríamos celebrar nuestro día, el de nuestro pueblo, y no que nadie venga a contar sus problemas, porque, si todos contamos los nuestros, nos quedamos sin fiesta", explicaba uno de los organizadores, que no quiso revelar su nombre: "No quiero nada de política, por favor".

Una furgoneta de la Policía Nacional, con dos agentes, permanecía apostada cerca del restaurante: "Estamos por deferencia con el embajador", decían. Y así fue. No intervinieron en el suceso, lo divisaban a distancia. Y también lo oían: "Mi marido está enfermo, tiene problemas de corazón, y lo han metido en la cárcel por motivos políticos", exclamaba Xuan, mientras intentaba retornar al interior del restaurante para repartir las octavillas. "El Gobierno dice que las cosas van bien en China, que se puede hacer política, pero es mentira, todo es mentira". Los mismos que la cercaban el paso de vuelta al local, la increpaban cuando hablaba con los periodistas, y terciaban: "No, no, no, en China hay leyes, igual que las hay en España".

Para que la legislación fuera benigna con Wang, el ministro español de Exteriores, Abel Matutes, se dirigió a su homólogo chino, Tang Jianxuan, en el pasado mes de enero, pero éste rehusó comprometerse en su respuesta.

Y eso es lo que pedía ayer Xuan. Una respuesta a por qué la echaron de la fiesta, a por qué no se la permitía dirigirse a sus compatriotas, a por qué no podía repartir en libertad sus octavillas dentro del local. "No tienen derecho a tocarme", les repetía una y otra vez. "No tienen derecho a dejarme aquí fuera", insistía. Mientras, su hija esperaba dentro. A ella no la dejaban entrar a recogerla. No se fiaban: blandía sus papeles, que entregaba a quien quería cogerlos. La fiesta se acababa, el local se desalojaba. "Qué pena que nuestra imagen se ha estropeado", se lamentaba uno de los organizadores del acontecimiento. Al final de la fiesta, en la retina de todos permanecía el recuerdo de la mujer arrastrada. De la libertad por los suelos.

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