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Una ejecutiva de perdedores

En mala hora tuvieron los socialistas la ocurrencia de presentar a miembros de su ejecutiva federal para ser refrendados, ya por las bases del partido, ya por delegados a congresos: todos los que fueron a por lana han salido trasquilados. Sucedió con el secretario general, Joaquín Almunia, que no pudo ganar unas primarias para candidato a la presidencia del Gobierno a pesar de tener -¿o tal vez porque tenía?- a todo el aparato del partido empujando a sus espaldas; le volvió a ocurrir al secretario de Cultura, Joaquín Leguina, derrotado contra pronóstico en las primarias para candidato a la alcaldía de Madrid por alguien que llevaba muchos años fuera de juego; y ahora, dos por el precio de uno, sufren otro revolcón los secretarios de Organización y de Empleo, Ciprià Ciscar y Joan Lerma, aunque esta vez en el ámbito más restringido de un congreso y por ausencia clamorosa de la mayoría. Cuatro de doce: esto lleva camino de convertirse en una ejecutiva de perdedores.No están muy claras las razones que mueven a miembros de la ejecutiva federal a participar en contiendas electorales internas. El aficionado a la historia tenderá a buscar una explicación en el pasado: el 34º Congreso se cerró en falso; estos secretarios fueron designados, no elegidos, y sufren un déficit de legitimidad de origen que ansían transformar en superávit con el refrendo del voto. El aficionado al psicoanálisis buceará por alguna región del inconsciente: estos ejecutivos ni han matado al padre ni se han librado del síndrome del padre ausente y no tienen más remedio que solicitar el apoyo de los hermanos. En fin, el aficionado a la política dirá que se ha cumplido la ley de hierro de la oligarquía: la ejecutiva está formada por profesionales de la política, acostumbrados a la manipulación y obediencia de las masas y ni por asomo podían imaginar que los afiliados les salieran respondones.

El caso es que al participar en contiendas electorales internas, los dirigentes del PSOE han actuado como esos aprendices de brujo que liberan unas fuerzas incapaces luego de domeñar. Al no transmitir la convicción de poseer una autoridad propia, los electores con aspiraciones de mando han decidido que votar a sus dirigentes no siempre es la mejor de las inversiones posibles. Por otra parte, saludados como agentes de la renovación, nunca han llegado a creérselo y se han empeñado en dar la sensación de estar ahí de manera interina, como si toda su tarea consistiera en guardar la casa mientras el padre está ausente, lo que puede haber animado a los más impacientes o ambiciosos a organizar el asalto. En fin, esta ejecutiva, convertida en una especie de sociedad de socorros mutuos, se niega a sacar para cada uno de sus miembros desairados las consecuencias de su derrota; resiste, pero con resistir sólo logra aumentar el número de perdedores.

De donde se deriva una falta de autoridad que puede causar un tremendo estropicio en un partido con la estructura semifederal del PSOE. Hasta hace poco, una autoridad indiscutida en el centro impedía en la periferia las luchas entre líderes; pero la quiebra de autoridad central impulsa a los líderes periféricos a resolver sus diferencias por un procedimiento que los políticos profesionales deben manejar con muchísimo cuidado: pedir ellos también el voto de los militantes para ver cuánto vale por sí mismo cada uno. Eso da mucho juego porque abre la competencia, pero eso produce temblores en la tierra firme que necesitan los que son dirigentes por profesión para mantenerse en pie. En este sentido, el escándalo de Valencia no radica en que unos cuantos líderes compitan por obtener apoyos para ocupar posiciones de poder aunque nada sustantivo les separe; el escándalo consiste en recurrir al voto para reforzar una posición, y cuando el voto sale mal, o es insuficiente, anular lo actuado y buscar un artificio para que quien no pudo alzarse con el triunfo por los votos lo retenga simplemente por la cara.

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