Rebeca
LUIS GARCÍA MONTERO La primera rebeca cae sobre los hombros con un murmullo de cielos pálidos, de piscinas verdes, de merenderos abandonados, de luces frías que se pegan a las paredes de los edificios como un eco. El azul herido de los últimos días de septiembre lame los cristales con la paciencia hueca de los recuerdos, vive en la sabiduría de lo que está dejando de ser, en el fantasma que sacrifica su cuerpo para tomar posesión del aire. Al abrir el armario en busca de la primera rebeca del otoño, aunque inauguremos temporada y salvemos de la sombra una galería de perchas, tejidos y botones, nos defendemos de la destemplanza con todo lo que está a punto de guardarse, con las imágenes y la sensaciones que cruzan el paso tímido de la memoria. En una manga del mes se agita el espectáculo del verano y en la otra las rozaduras del frío, el trastorno de colores que impone el tiempo. De los bolsillos grandes y durmientes salen las piscinas solitarias que envejecen como los álamos y las estrellas apagadas, salen las aguas con piel de sapo, salen los merenderos de sillas vacías donde se sientan las lluvias para escuchar la radio y salen las luces pálidas, los cielos descoloridos. La primera rebeca nos deja en los hombros un rumor de puertas, escaleras y ascensores, la conversación cada vez más apagada de los últimos amigos que abandonan la fiesta. Y cuando nos quedamos solos en casa, encerrados en la lana dormida de la palabra otoño, empezamos a imaginar la nueva respiración de los jardines. El verano es un loro que replica con llamaradas de verde y de rojo el griterío impertinente de los bañadores. El otoño baja de los árboles y salta sobre el suelo igual que los gorriones, marcado por la disciplina de los oficinistas, hundido en su silencio burocrático del café con leche y del cigarro a media mañana. Si a los aprendices de un negociado les gusta escaparse para sentir en la cara el viento limpio de la calle, al otoño le interesan los bancos de las plazas y se sienta en ellos para repasar las fotografías de los momentos que acaban de irse. Parece el Rey Midas del álbum fotográfico, porque tiñe de amarillo, de blanco y negro todo lo que toca. Da igual la estación, el lugar, la sonrisa, la ropa que los objetivos atraparon en su voluntad de realismo nostálgico. El otoño deja caer en los hombros de todas las fotografías una rebeca de grandes bolsillos, un secreto en el que caben los despertadores, la juventud y la vejez, los autobuses camino del trabajo, los antiguos amores, las canciones, los ojos del jefe sobre los papeles de nuestra mesa, la fugacidad de los escaparates y el aire amortiguado de los laberintos. Las rebecas y los laberintos son el pasillo de una convalecencia prematura, la huella de las enfermedades que faltan por llegar. Por eso acabamos agradeciéndole al otoño su dignidad de noble arruinado, de crepúsculo majestuoso. La aceleración del presente suele degradarse en vertedero, nos conduce al plástico sucio y a la basura acumulada. El otoño mantiene su alianza con el pasado y la Historia para atardecer como una ruina clásica. Es la voz del buen amigo que nos aconseja hacer literatura, olvidar por un instante la política, mientras nos presta su rebeca para superar la primera noche de frío.
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