Recordando a Leo Castelli VICTORIA COMBALÍA
Hablar cinco o seis lenguas y ser absolutamente elegante era, por extraño que parezca, algo raro en el Manhattan de los años ochenta. Y lo era incluso en el mundo del arte. Todo ello lo reunía Leo Castelli, además de ser el mejor marchante de Nueva York, donde murió el pasado 22 de agosto. En calidad de tal fue invitado a dar una charla en el prestigiosísimo Institute of Fine Arts: ningún otro marchante -en mis dos años en que asistí regularmente a las charlas y conferencias de aquel centro- tuvo tal privilegio. Como casi todo los grandes marchantes, Leo Castelli empezó de la mano de otro grande, en su caso, de René Drouin. Y también fue una iniciación tardía pues, en realidad, habiendo nacido en Trieste en 1907, hijo de un banquero húngaro y de una judía sefardí de origen español, empezó trabajando en el mundo de los seguros, especilamente en Rumania. Allá conoció a Ileana Sonnabend, que se convertiría en su esposa y su socia y, más tarde, en su rival profesional. Como en todas las parejas con proyectos laborales en común, tardará mucho en descubrirse a cuál de los dos le correspondía tener mejor olfato artístico: ambos acertaron plenamente, también cuando se independizaron en el terreno comercial. Leo Castelli se convirtió en el corresponsal de René Drouin en Nueva York en la posguerra. Drouin exponía la abstracción lírica e informal europea, es decir, la obra de Dubuffet, Fautxier y Wols. Y Leo Castelli se empeñó, consiguiéndolo, en promover a una generación de artistas norteamericanos que constituyera, por así decirlo, la alternativa a la pintura europea. Nadie ha recordado, aunque fuera él mismo quien hablara de ello, que una buena parte de su éxito se debió al hecho de estar absolutamente apoyado por el Gobierno norteamericano. Leo Castelli, ya ciudadano estadounidense, había prestado sus servicios al Servicio de Inteligencia durante la II Guerra Mundial. Norteamérica estaba especialmente interesada en promocionar a sus artistas más jóvenes como imagen de un país libre frente a la Rusia comunista, lo que ni por un momento hicieron Francia ni Inglaterra. En aquellos años, los esfuerzos de Leo Castelli se verían recompensados, de alguna forma, con la medalla concedida a Robert Rauschenberg en la Bienal de Venecia de 1964. Esta gran inteligencia diplomática, que no lo abandonó ni en los últimos años de su vida, no hubiera sido nada sin la presencia de un ojo también privilegiado y de una gran capacidad para asumir riesgos (a veces pienso que Leo Castelli, con sus dulces maneras, introdujo la rapidez de reflejos italiana y el savoir faire centroeuropeo en una sociedad entonces aún muy cerrada como la neyorquina). Supo detectar la importancia de Peggy Guggenheim -la oveja negra, pero con talento para descubrir valores, de la acaudalada familia- y de los artistas jóvenes promocionados por ella, como Pollack y el resto de integrantes de la Pintura de Acción. Cuando Leo Castelli se lanza con una galería propia, en 1957, lo hace ya apoyando a unos artistas que defenderá a capa y espada: Bob Rauschenberg y Jasper Johns. Castelli supo ver la radical novedad de las banderas, alfabetos y dianas de Jasper Johns, como supo ver el interés de la obra de Andy Warhol, Cy Twombly, Donald Judd, Kosuth y Richard Serra. Del pop al minimalismo y al conceptual, estilos variadísimos todos ellos, pero unidos, tal vez, por la frialdad y el gran formato, componentes esnciales del arte del Nuevo Mundo. En plena efervescencia del mercado, en 1987, Castelli insistió a un periodista:
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