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Misa de pueblo

El lugar donde pasé un par de semanas de vacaciones está asomado al Cantábrico, en lo alto de una colina que domina la desembocadura de un río y vecino al aeropuerto. Hizo calor, ha llovido, algunas nubes deshilachadas alegraron la monotonía del cielo y lo tamizaron el día del eclipse. Se nota la dura sequía en estas tierras húmedas, que sorben las tormentas veraniegas, avivando el verde plateado de los álamos y eucaliptos y pintando de oro la cuesta de los prados, moteados por las rojas tejas de los caseríos. A veces, el viento de poniente, "el gallego", cimbrea las arboledas litorales. Madrid es un recuerdo. No hay turistas extranjeros, lo que es casi una bendición. Se ven forasteros, coches de León, Salamanca, Valladolid, alguno de la capital del reino. Y una fluida presencia de gentes del interior que colman el sinnúmero de restaurantes, chigres y merenderos. Allí se come bastante bien en casi todas partes, a precios sorprendentemente económicos si uno se reduce al menú, sabroso, nutrido y abundante. No hay constancia de viajeros sajones con sandalias, calcetines y quemaduras de segundo grado en la piel. El agua del mar está fría, para qué vamos a engañarnos, sin embargo hay gente que se zambulle bajo las olas, unas veces mansas, otras delicia de surfistas.

Doy largos paseos matutinos, con un bastón en la mano, más por recomendación ante posibles agresiones caninas que como esa tercera pierna que mantiene el valentudinario equilibrio. Iban a dar las once, un pasado domingo, cuando pasé ante la iglesia del pueblo, a la que acudían parsimoniosos los vecinos, es decir, mayoritariamente las vecinas. Una remota voz, entre las brumas de la memoria, me invitó a entrar. Pequeña, clara, dejando pasar un raudal de luz por las grandes ventanas que dan al mediodía, a través de sencillos cristales transparentes. Curioso que los templos de mayor entidad pongan coloreados vitrales intermediarios, que ensombrecen el interior y propician el rezo y el susurro.

Medio centenar de fieles apenas cubren la mitad del aforo. Minutos antes de la hora, el sacerdote, con pantalón claro y camisa deportiva, revisa el altar con gesto profesional. Luego le escoltarán dos monaguillos -que en muchos sitios han desaparecido- cubiertos con elegantes hábitos blancos. Un reloj de pared vierte 11 campanadas para prevenir al celebrante y a los asistentes. Sólo hay una joven menor de 20 años; los varones, instintivamente, se agrupan en los últimos bancos. Todos son vecinos o residentes, quizá sea yo el único extraño, a quien miran de reojo y, en su momento, le estrechan la mano y le dan la paz. La iconografía es variada y poco coherente en las dimensiones. Resalta una exuberante imagen ecuestre de Santiago Matamoros, a quien han quitado de la mano diestra la espada, sustituida por una vara, cruzada en el extremo superior, que le da cierto aire de divino rejoneador, con el infiel a los pies del caballo.

Es misa mayor, cantada, y sorprende el acordado y melodioso coro femenino bajo el que se adivina el indeciso tono grave de alguna garganta varonil. La parroquia es homogénea y disciplinada. Como cordero de Dios, candoroso e incontaminado, un adolescente oligofrénico aparece titubeante, acompañado de la madre dolorosa y una esforzada hermana.

Es la única celebración, creo y dudo que las haya en jornadas laborales. Echo de menos el rito en latín, la optimista consigna del sursum corda y la invocación pesimista del miserere. El impulso que allí me condujo hizo que olvidara lo impropio del atuendo: calzón corto y camiseta. ¡Qué otros tiempos, cuando las mujeres iban tocadas, con medias y manga larga! Un cura precedente increpó a cierta feligresa, quien hubo de informarle de que se habían inventado las medias sin costura, lo que -dicho sea de paso- no he cesado de lamentar personalmente.

Concluida la ceremonia quedan los fieles un buen rato charlando en el espacioso atrio, como hace 50, 60 años, como en tiempos tan otros que no volverán. Se me acerca un chucho de raza indecisa, sin ánimo beligerante. Me flanquea durante un largo trecho. Creo que es el perro de san Roque.

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