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Futurología

La plácida modorra de las tardes veraniegas pervierte a veces el intelecto. Ocurre hasta el extremo de sucumbir a la tentación de arrumbarse en el sillón pertrechado con el mando a distancia y declararse dispuesto a tragar cualquier infamia que las cadenas de televisión dispongan.En ese ejercicio de depravación personal saltó a mis ojos como un coleóptero la imagen del indescriptible Rappel. No me sorprendió su horrible trajecillo de flores porque entendí que su modus vivendi exige una vestimenta que le garantice el dar la nota. Tampoco el que haya cambiado sus lacias greñas doradas por una ridícula coletilla. No fue su imagen, sino su verbo el que provocó el impacto hasta rescatarme violentamente de la galvana. A la pregunta de un avezado reportero, el genial futurólogo responde, sin el más mínimo desajuste en su coleta, que lo está pasando muy bien en Marbella porque así logra escapar de tanto trabajo. ¡Tanto trabajo! Yo ni siquiera sabía que trabajaba y resulta que su vida laboral es desenfrenada. Descubrí así, para mi desconcierto, que vivir del cuento de las predicciones y de los saraos sociales genera mucho estrés.

Zapeando en el intento de recuperarme del trallazo, mi retina chocó con tres increíbles anuncios de pantalones que me sirvieron casi de seguido. En el primero aparecía un tipo gordo enviando bragas y calzoncillos horteras a la hoguera y advirtiendo simbólicamente al persoral de que a partir de ahora había de cuidar mucho el diseño de su ropa interior. ¿Por qué? Pues porque los pantalones que publicitan profesan en esa moda pretendidamente imperante que deja al garete la parte superior de los gallumbos. O sea, como Cantinflas.

El spot me dejó pensativo y enfrascado en esta ceremonia de la estupidez, cuando un segundo anuncio presentó a dos jóvenes lanzando a otro por la ventana de un edificio para robarle los pantalones. Aquellos pantalones eran tan modernos, atractivos y estupendos, que merecía la pena matar por ellos. Ése era el mensaje.

Cuando la sociedad está tan preocupada por las actitudes violentas entre los jóvenes, cuando nos atribula la crisis de principios y el consumismo desaforado, cuando en cualquier parque de Madrid pueden ponerle al chico la navaja al cuello o hundírsela en el estómago para quitarle la chupa, a un creativo se le ocurre que la mejor forma de vender pantalones es escenificar un asesinato por su ansiada posesión. Es más, ese creativo había convencido a sus clientes de que la idea era fantástica y la difundieron sin el menor reparo de la maquinaria comercial mediática.

Días después, y cuando ya no quedaba en este país un solo chaval que no hubiera visto reiteradamente la espeluznante escena, el Ministerio de Fomento intervendría. Tarde, aunque eficaz y contundentemente, la Secretaría General de Comunicaciones pidió a todas las televisiones que cesaran su emisión.

El comunicado incluía la misma orden para el otro anuncio que me asaltó en aquella tarde de modorra. Era un spot en el que un joven se liaba a correazos con el féretro de su padre que acababa de morir. El muchacho lograba así vengarse de los golpes recibidos durante su infancia, sin que esos pantalones ceñidos se despegasen de su atlético cuerpo. Trato de imaginar qué mente retorcida pudo pergeñar tal episodio con el objeto de llamar la atención sobre una prenda que no requiere aditamento alguno para permanecer sujeta al culo.

Trato de entender cómo hemos llegado al "todo vale" para hacer negocio con los colectivos más fácilmente manipulables.

Aquella tarde apagué el televisor como quien desenchufa el mecanismo de un juguete diabólico. Un ingenio electrónico por el que desfilaban personas cultas, inteligentes y bien intencionadas, pero que permitían la entrada a otras sin escrúpulos, que lo aprovechaban, sin el menor reparo, para idiotizar a los mentalmente más accesibles. Intento imaginar cómo será el futuro que nos espera si continúan progresando, en tan influyente medio, los programadores sin principios éticos y estéticos y los mercachifles desaprensivos.

Un ejercicio irritante de predicción que me permite comprender lo difícil que ha de ser el trabajo de Rappel. Adivinar el futuro es muy sacrificado.

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