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Vanguardia sin futuro

El innovador estadio de La Cartuja, construido contra reloj, no tiene previsto un uso concreto tras el campeonato

El estadio de La Cartuja nació de mezclar un sueño a la postre frustrado -la aspiración de Sevilla para organizar los Juegos Olímpicos del 2004- y un objetivo algo más modesto, la elección de la ciudad como sede de los VII Campeonatos del Mundo de Atletismo. Cuando se designó a la capital andaluza en Turín (Italia), la ciudad ni siquiera contaba con las instalaciones apropiadas.Habrían bastado menos de 10.000 millones para edificar un estadio de 60.000 espectadores y con las características exigidas para celebrar los Mundiales de Atletismo. Pero en el camino hacia el 99 se cruzó el anhelo olímpico del 2004. Su principal valedor, Alejandro Rojas-Marcos, a la sazón teniente de alcalde del Ayuntamiento de Sevilla, se encargó de contagiar al resto de las Administraciones públicas, más reacias a financiar una obra más ambiciosa y de dudoso aprovechamiento futuro, que se sumaba además a los dos estadios ya existentes, el Sánchez Pizjuán y el Benito Villamarín.

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Para arropar el proyecto sin fisuras entre instituciones, se concibió la idea del estadio único para los dos clubes de fútbol, el Sevilla y el Betis. Su implicación garantizaría la rentabilidad de la inversión en La Cartuja. Después se frustraría la candidatura olímpica (se opta ahora al 2008), pero el proyecto había avanzado demasiado como para detenerse por un revés semejante. Y en diciembre de 1997 se aprueba un presupuesto de 13.541 millones de pesetas para la obra de mayor envergadura construida en Sevilla después de la Exposición Universal de 1992.

El coste definitivo se ha alejado progresivamente de aquel montante. La sociedad Estadio Olímpico rehúye hablar de desvío presupuestario y sostiene que las tres fases han costado 14.071 millones de pesetas. Algunos ex consejeros, sin embargo, calculan que la obra se ha disparado, al menos, hasta los 20.000 millones de pesetas. Las cuentas no constituyen el único traspié del proyecto. Sobre su futuro, tres meses después de su inauguración, pesa un gran interrogante.

Más allá de los Mundiales de Atletismo, nadie tiene respuestas sobre la utilización y, por tanto, sobre su rentabilidad. El empeño por vincular a los dos clubes de fútbol se ha saldado, de momento, con sonoros fracasos. Ni Sevilla ni Betis jugarán esta temporada de Liga un solo partido en el nuevo recinto. Las conversaciones con Manuel Ruiz de Lopera, presidente y propietario del Betis, sólo arrancaron la firma de un protocolo y una exigua participación en la sociedad Estadio Olímpico de un millón de pesetas, el 0,017% del capital social (6.000 millones de pesetas).

La presencia del Sevilla CF es mayor: posee el 6% de las acciones (363 millones de pesetas). Sin embargo, su predisposición a compartir terreno con el Betis es igual de nula que la de su rival. La animadversión entre ambos equipos y las contraprestaciones urbanísticas que exigían para renunciar a sus históricos estadios explican parcialmente el fracaso de las negociaciones encaminadas a implicarlos en la gestión y el uso del recinto de La Cartuja, cuyo gran reto, pasados los Mundiales, será labrarse un sentido.

Para el futuro inmediato, el estadio estará listo, una de las grandes preocupaciones del comité organizador de Sevilla 99, que ha visto cómo la construcción del coliseo, desde que se colocó la primera piedra en febrero de 1997, ha sido una frenética carrera contrarreloj. Hasta 1.500 operarios, en turnos de mañana, tarde y noche, se han afanado en que las obras estuviesen terminadas a tiempo.

A excepción de detalles de acabado y embellecimiento, que se demoraron tras la inauguración del estadio, el pasado 5 de mayo, con un partido amistoso entre las selecciones de España y Croacia, los plazos se han cumplido desde que en abril de 1997 comenzaron a moverse 700.000 metros cúbicos de tierras. Una flota de camiones -en fila habrían enlazado Cádiz y Madrid- realizó alrededor de 50.000 viajes.

Dos meses después arrancó la fase de estructura y saneamientos. La gran superficie del estadio (212.000 metros cuadrados) obligó a manejar cifras ambiciosas: 75.000 metros cúbicos de hormigón armado para la estructura; 8.000 toneladas de acero; 35 kilómetros de vigas de graderío; 200.000 metros cuadrados de encofrado (el equivalente a 27 campos de fútbol). Esta etapa de las obras se prolongó hasta abril de 1998, cuando se entró en la tercera y última fase: acabados, instalaciones y cubierta, la seña de identidad que diferencia al estadio de recintos similares como los de Roma, Turín o Stuttgart.

La cubierta, que cobija a 56.310 de los 58.650 espectadores, ha sido trazada con un perfil muy horizontal para evitar el uso de mástiles de gran altura y de modo que impacte lo menos posible. El resultado es un edificio, diseñado por los arquitectos Antonio Cruz y Antonio Ortiz, vanguardista y con espacio para el ocio. Pero tendrá aún que despejar su futuro.

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