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CATÁSTROFE EN TURQUÍA

"Sólo pudimos rezar y sacar a los niños"

Miles de personas pasan su tercera noche al raso en los parques de Estambul aterrorizados por el seísmo

Juan Carlos Sanz

El miedo palpitaba todavía ayer en los parques de Estambul, en las riberas del Bósforo, donde miles de personas seguían acampadas aún tras la conmoción del seísmo de la madrugada del martes. En las praderas del parque de Maçka, en la parte europea de la ciudad, Fatze Sevat, de 26 años, daba el pecho a su hija nacida hace 20 días. "No pudimos hacer nada, sólo rezar, coger a los niños al vuelo y salir a la calle". Así recuerda esta madre su escapada desde un quinto piso en medio del estrépito de los muebles rotos.A su alrededor corretean ocho pequeños, divertidos por el largo pic-nic del gran terremoto, vigilados de cerca por ella y sus dos hermanas. Las mujeres cuidan a los niños a la intemperie mientras los hombres acuden a los entierros. "Esta mañana volvimos a casa, pero vimos las grietas y nos dieron mucho miedo", asegura Fatze con un rictus de pánico. Ha perdido al menos a tres parientes próximos en la catástrofe; de otros, ni siquiera sabe su paradero. Muy cerca de ellos, Perihan Ozdemir y sus familiares parecían temblar sobre las mantas extendidas en el césped. Se preparaban para pasar su tercera noche al raso, adormecidos en el templado verano de las orillas del mar de Mármara. Su casa del distrito de Okmeydawi, uno de los más dañados por la sacudida sísmica, presenta unas inquietantes grietas a la altura del cuarto piso. "Estamos todos bien", explica esta mujer de 40 años, mientras da gracias a Alá por haber enviado a sus hijos al campo una semana antes del terremoto. En el corro de curiosos del parque de Maçka, todos coinciden en relatar su primera reacción cuando las paredes comenzaron a moverse: se quedaron paralizados durante los 45 interminables segundos que duró el seísmo de mayor magnitud. "Tenemos miedo. Nadie nos ha ayudado, las autoridades no nos dicen si podemos regresar a casa o no. No podemos hacer nada, sólo sobrevivir", se lamenta Ozdemir. Su casa tenía apenas 10 años de antigüedad, pero no estaba preparada para recibir el impacto del terremoto.

En Turquía, un país sin seguridad social y con unos limitados servicios públicos, la improvisación es patente en el rescate de las víctimas y en la ayuda a los damnificados. El Ejército, como en tantas otras ocasiones en la reciente historia turca, parece ser el único que ofrece una respuesta a la tragedia ante la parálisis de la Administración civil. En esta situación, los elitistas hospitales privados de Estambul han sido obligados a atender gratuitamente a todos los heridos.

Algunos se han atrevido ya a regresar a sus casas, pero sólo durante el tiempo imprescindible para recoger algunas mantas, una bombona de gas y la tetera para instalarse en los jardines públicos o en las playas del Bósforo. El ingeniero municipal Yasar Beler, de 42 años, preparaba con todo el ritual la aromática infusión, la bebida nacional turca. Tumbado sobre una alfombra, no se separaba ni de su Volkswagen ni de su familia, incluido el pequeño Barkin, nacido hace dos meses y medio. "Mire, los constructores prefieren poner un piso más a la altura del tejado para redondear sus ganancias. La especulación tiene gran parte de culpa de lo que ha ocurrido", asegura.

Todas las clases sociales comparten el miedo en el parque de Maçka, pero no las comodidades de su estatus. "Hay rumores de que se puede producir otro terremoto muy fuerte", explica su esposa, Misnever, de 38 años, que, al igual que su marido, acudió ayer al trabajo antes de instalarse de nuevo en el parque. "Mi hermano, que vive en Izmit, se encuentra bien, ya he podido hablar con él por teléfono, pero el hijo de mi mejor amiga, que vive en Yalova , ha muerto aplastado en su casa", relataba con consternación.

Entre el ulular de las ambulancias y los golpes secos de los picos sobre los escombros, miles de turcos se recuperan en los parques de la violenta conmoción que sacudió la tierra y sus almas.

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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