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CUENTOS DE VERANO La amante

A. R. ALMODÓVAR La conocía en sus más íntimos caprichos, sus veleidades, su pasiva lascivia, la cascada frutal de sus orgasmos. Pero no podía controlarla, poseerla en un modo verdadero. En algún lugar había leído que el amor y el conocimiento tienden a ir por separado, irremisiblemente. Pero él mantenía la esperanza. En los últimos encuentros había creído percibir ciertos síntomas de debilidad; pequeños resquicios, repeticiones sospechosas en su comportamiento, aparentes coincidencias, que le animaban a creer que algún día la dominaría por completo, le arrebataría sus ricos misterios. Y con esa perspectiva se enfrentó al mes de agosto. Había urdido en la oficina y en casa una trama perfecta de necesidades. Todo le obligaba a quedarse en la ciudad. Mientras, su mujer y sus dos hijos disfrutarían la playa de siempre. Incluso se permitió ironizar sobre los tópicos al uso; el pobre Rodríguez, las tentaciones. Incluso su mujer, que lo consideraba incapaz de engañarla, le siguió la broma un par de minutos. Por fin, el territorio despejado. Todo para ella, su amante. Seguridad en el delirio. Perfectamente calculados dinero, horas, y el lugar. Respecto de este último, y para no andarse con rodeos en su propio interior, él mismo lo llamaba el antro, si bien la apariencia externa era la de un bar ordinario en el que mataban su aburrimiento otros náufragos. Pero era en sus cuévanos lo inevitable; aquel ángulo en penumbras tornasoladas donde ella, altiva y desafiante, le aguardaba. El primer día se encaramó a un taburete de la barra, ni siquiera el más próximo, sin dirigirle una sola mirada. No había que mostrarle interés. El camarero, que lo conocía, le sirvió su combinado de mantenimiento. Él lo fue tomando a pequeños sorbos, mientras espiaba a otros tres o cuatro que, con similares fingimientos, la rondaban también. Él les llamaría moscones, y los despreciaba. Todos se conocían de mil reojos, pero nada más. Todos aguardaban a que alguno de los otros se decidiera y la fuese calentando. La verdad es que él ya ardía en deseos, y que el pesado bulto que llevaba pegado a la entrepierna empezaba a molestarle. Al fin se decidió el de más edad, un tipo zafio que siempre se estaba pasando un mondadientes entre sus comisuras salivosas. Seguro que ella no le haría ni caso. En efecto, sin permitirle más que unos ligeros toques por sus costados curvilíneos, se tragó todos los ahorros del pensionista, que abandonó de inmediato. El segundo fue un personajillo esmirriado al que ella, en su impúdica magnificencia, trató con similares desdenes. Al fin creyó él llegado su turno. Con paso y ademanes muy templado, el vaso alto en displicentes tintineos, se fue hacia ella, que sin duda lo esperaba, ávida y rutilante como nunca. El soltó el combinado ya no sabría donde. La ansiedad, la certeza, una leve sonrisa dirigida a sus trémulos ojos, allí donde todas las frutas del paraíso pugnaban por igualarse de tres en tres; una caricia aún más leve por su contorno izquierdo, donde ella le permitió que apoyase una mano, mientras con la otra, él se fue sacando del bolsillo, una a una, las doscientas monedas de a cien que ya no le abultarían nunca más. Nota: "Un total de 129.000 andaluces son jugadores patológicos". De los periódicos, 4 de agosto de 1999.

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