Viaje mortal
Si pudieran saberlo, si alguna intuición o alguna señal les pusiese alerta, les ofreciera cualquier alternativa o una posibilidad de huir, de quedarse quietos para que su muerte pasase de largo; entonces, sin duda, muchos de ellos se salvarían; pero las cosas no son de ese modo, sino imparables, imprevisibles, y toda esa gente, esas 50 personas recién caídas en las carreteras españolas, no pudieron hacer nada, excepto preparar sus equipajes, subir a sus coches, empezar a acercarse con una perseverancia terrible al punto justo, al kilómetro exacto -una curva demasiado cerrada, un cruce con poca visibilidad- en el que sus vidas iban a interrumpirse para siempre. Qué dos palabras tan espantosas: para siempre.No existe una anestesia más eficaz que la costumbre, y por eso todos nos escandalizamos muy poco ante una catástrofe de esas dimensiones, nos impresionan mucho más otros sucesos, leemos con un asombro y un sobrecogimiento el doble de grandes las noticias sobre los cientos de víctimas de un choque de trenes en la India; sobre los 200 norteamericanos aniquilados por el calor en Illinois, en Wisconsin, Virginia, Misuri, Nueva York; sobre los 70 ahogados por las inundaciones de Vietnam, de Filipinas, de Corea del Sur. Son, desde luego, tragedias enormes, tristísimas; pero también lo es, en cuanto uno lo piensa dos veces, el drama de los accidentes, esa continua sangría de nuestras autopistas, las cifras funestas con las que la Dirección General de Tráfico nos informa del saldo mortal tras cada Operación Salida: 49 cadáveres entre el viernes y el domingo, dos menos que en 1998; 35 heridos graves, 16 menos que el año anterior. Después del verano, después de la Operación Retorno y el nuevo incremento de la lista de bajas, cuando Madrid se vuelva a convertir en ella misma, vuelva a recuperar su pulso y a poner otra vez en marcha sus oficinas, sus comercios, sus restaurantes, en ese momento la ciudad estará incompleta, tendrá una serie de garajes vacíos para siempre, de pisos cerrados para siempre, de pupitres libres para siempre. Los dramas peores son los que se repiten, los que son previsibles pero no se pueden parar: sabes lo que va a suceder, pero no sabes a quién, es una especie de lotería macabra. Hay conductores que más que sufrir un siniestro se suicidan, que ponen todo de su parte para acabar en una cuneta cubiertos con una manta, o atrapados entre los hierros abstractos de un automóvil. Hay otras mujeres y otros hombres que sufren lo que no se merecen, que no están involucrados en su mala fortuna, son exterminados por un fallo o una imprudencia ajenos, sufren el error de otro o una de esas combinaciones fatídicas del azar que nos llevan al peor sitio en el peor momento: el horror es un Seat rojo, un Land Rover azul, una furgoneta amarilla.
Recuerdo a algunos amigos que murieron en accidentes de circulación: Mara, Ana, José Gabriel, y pienso en lo absurdo que resulta que no estén aquí como les hubiese correspondido, que llegasen al final del viaje cuando apenas acababan de empezarlo, al final definitivo, sin remedio, para siempre; de vez en cuando, al pasar junto a las casas a las que no regresaron, en las que sus padres o sus hermanos guardan, igual que si hacerlo volviese su pérdida menos definitiva, algún resto del desastre: una llave de contacto, uno de esos imanes que se pegan a la guantera; me pregunto por un modo de paliar este daño tan arrasador y tan frecuente, si las autoridades, incluso la opinión pública, le prestan la atención necesaria a una lacra de estas dimensiones. Quizás es que estamos todos tan acostumbrados a ese infierno, que perecer en las carreteras ya ha pasado a formar parte de lo que, incongruentemente, se conoce como muerte natural, aunque la muerte nunca es así, sino que es extraña, inhumana. En cualquier caso, mirar para otro lado convierte los problemas en problemas el doble de grandes, ignorarlos los hace irresolubles. Quizá las ciudades de las que parten cada temporada las futuras víctimas hacia su oscuro destino sea el lugar más adecuado para hacer campañas persuasivas, inculcar mejores costumbres, mostrarse más severo con los conductores peligrosos; quizás el accidente de después empieza a formarse, como una flor venenosa, en alguna calle de Madrid donde un chico ve que no pasa nada si acelera, si no se detiene, si apura un adelantamiento.
La gente que no vuelve a la ciudad también es una parte de esa ciudad, un capítulo cerrado de su historia.
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