Agosto

A esta hora la playa está ya bastante concurrida, pero a las 12 no se podrá dar un paso. Tengo delante a una familia cosmopolita. La abuela es gallega, va vestida de negro y se cobija bajo una sombrilla. Es una estampa antigua y no se pierde detalle. "¡Ay carallo!", exclama de vez en cuando. La madre es castellana y se tuesta al sol. El padre habla en catalán con la hija, una niña que, disgustada por el tamaño de sus muslos, se cubre de cintura para abajo con una toalla. El padre quiere que se la quite pero ella hace mohínes. Tres adolescentes, a mi derecha, comentan sus asuntos: "Xavi es que es el más guapo de la colla", dice una. "Y multimillonario", matiza la segunda. "Pero un plomo, cuando te llama por teléfono te tiene una hora, yo miro la tele mientras habla", afirma la tercera. Las ha hundido. La primera suspira y se tumba en la toalla, "voy a dormir un rato que ayer estuve hasta las cinco con, bueno, ni sé cómo se llamaba", deja caer para compensar.La abuela, muy animada, nos anuncia un evento, "ya sale, ya sale la rapaciña". Todos miramos con disimulo y, en efecto, sale del mar la gran danesa. Corre playa arriba muerta de risa, moviendo los brazos y otros portentos de su anatomía brillantes de agua. Se produce un silencio sólo interrumpido por los juegos de los niños, incapaces de admirar el esplendor de la naturaleza. Las pupilas de los varones van de derecha a izquierda como en un partido de ping pong. Es sobrecogedor. Las adolescentes toman nota desde sus toallas, girando la cabeza por encima del hombro, y luego se observan a hurtadillas las unas a las otras. La abuela se levanta, "poco me queda ya por ver ni en el cine" y se aleja con dignidad arcaica. Vuelve la calma. Los niños chillan como pajaritos, un belga ronca, "vas a coger la anorexia" insiste el padre. La niña, resabiada, le corrige, "la anorexia no se coge, no es como el sida".
Ahora que ya no se oye hablar en lugar alguno, no hay como la playa para escuchar a nuestros semejantes. Sólo allí estamos todos juntos y sin ruidos. Ferlosio nos contó cómo habla un río, falta la playa. Me voy muy satisfecho y ya en casa, antes de las telenoticias, veo a un señor llamado Anthony en trance de casarse. "Soy el hombre más feliz de mi vida", declara. Exacto. A veces todos somos las personas más felices, incluso de nuestras propias vidas.
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