Autonomía
LUIS MANUEL RUIZ Durante un reciente viaje, un amigo mío italiano me interrogó acerca de los estatutos de autonomía en España: quería conocer su rango político, su entronque fiscal, quería saber si, como él pensaba, podían afiliarse a las provincias federales que teselan otros países de Europa y del mundo. Me contó que en Italia el antiguo centralismo garibaldista sigue en funciones, y que si bien la Toscana, la Lombardía o el Véneto son regiones jurídicamente reconocidas, ninguna de ellas cuenta ni remotamente con las competencias que le han sido otorgadas a una comunidad autónoma española. Mi amigo, comprensiblemente, acababa ofreciendo un análisis maniqueo de los problemas catalán y vasco, para pasar a continuación a preguntarse de qué se quejaban tan afortunados señores: más quisiera la Padania de Prodi que tener la holgura política de la que goza Pujol. La respuesta que di a mi amigo italiano fue confusa: ella me ayudó a entender que tampoco yo tenía la cosa del todo clara. Aduje que lo que hacía la Constitución era reconocer los derechos estatutarios que tenían determinadas regiones de España desde los tiempos de los Reyes Católicos, pero ese argumento no servía para disculpar las autonomías de Extremadura o Andalucía. No, le expliqué (o quise explicarle), el nuestro no es un Estado federal, aunque a algunos mucho les gustaría, a su modo nuestro país se asemeja más a la Italia fraccionada en regiones que orbitan alrededor de un gobierno central que al modelo alemán o norteamericano, tapiz compuesto de diversos parches independientes. Los parlamentos autonómicos poseen poderes para hacer y deshacer en el espacio que regentan hasta cierto punto, dependiendo del estatuto que les haya manumitido de Madrid: cultura, sanidad, educación, etcétera. En asuntos de economía la cosa ya es más complicada, porque es la antigua Villa y Corte la encargada de equilibrar todavía los beneficios y distribuir el pan y el aceite, como el padre pobre entre la camada de niños hambrientos de aquel chiste de la posguerra: se supone que cada autonomía contribuye al bien de la nación según su capacidad y recibe estipendios según su necesidad, lo cual da una teoría impecable siempre que los puntos de vista del gobierno central coincidan con los del autonómico. La rabiosa campaña que el PP ha lanzado estos días en contra de la gestión de Manuel Chaves ilustra, creo, metódicamente mis palabras. Los de allende Despeñaperros acusan al partido de la oposición de no haber aceptado el sistema de financiación autonómica propuesto por el partido en el poder, lo cual ha llevado a Andalucía a la sangría económica; los de acá se atrincheran en que no acatarán un sistema que no reconoce el número real de habitantes que existe en la comunidad, lo que deriva naturalmente en una distribución de riqueza no equitativa. El contraataque de andaluces y extremeños será, por cuanto parece, elevar las pensiones y declarar la guerra al Estado central. Cogido entre dos aguas, la del regionalismo y la del federalismo, el gobierno de las autonomías no sabe cuál será su futuro inmediato: si volverán a convertirse en meras provincias del imperio o si acabarán por acuñar moneda y tener equipo deportivo propio. Ésa es la desventaja de las medias tintas, de los siervos de dos amos: que al final no se acaba contentando ni al uno ni al otro y todos las estacazos van para el mismo, el que está en medio.
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