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La gallina de los huevos de oro

Ayer mismo había dos noticias en la prensa relativas a las sanciones e impedimentos que la Administración pretende imponer a bares y discotecas en las playas de la Comunidad Valenciana. Como antesdeayer, como hace una semana o un mes. Como, sin duda, volverá a ocurrir mañana. Ante lo cual surgen al punto tres interrogantes: ¿qué tiene la Administración (la grande y las pequeñas) contra una actividad empresarial, sin duda muy lucrativa, como ésta? ¿acaso le molesta que los ciudadanos disfruten alegremente de su ocio, de una manera tan mediterránea, en plena calle? ¿cómo se explica la poca eficacia de unas medidas que periódicamente parece que se van a comer el mundo y luego quedan en nada? Pero, mirándolo bien, uno tiene la sospecha de que la primera y la tercera cuestión están relacionadas como la causa y su efecto: precisamente porque estas actividades son muy lucrativas y, por lo tanto, pagan muchos impuestos, sucede que las medidas destinadas a controlarlas se mantienen lo bastante tibias como para parecer que se hace, nada más. La cosa recuerda al asunto del tabaco, un placer monopolizado por el Estado y, al mismo tiempo, un vicio que se persigue modestamente con bastantes carteles y alguna que otra prohibición. O al de la ESO. Después de confirmar el diagnóstico de todos los docentes, en el sentido de que la reforma de marras iba a arruinar el nivel cultural y educativo de los españoles, parece que ningún partido político se atreve a acabar de ponerle el cascabel al gato, enmendando el desaguisado, porque las editoriales han invertido mucho dinero en el invento y no pueden tirarlo por la borda. Bueno, todo sea por el bien común. No se puede privar a media humanidad del derecho a envenenarse lentamente, siempre que la otra media -los llamados fumadores pasivos- queden exentos de esta impagable satisfacción. Tampoco se puede privar a los niños del derecho a ser escolarizados por completo, siempre que los niños que aspiran a algo más que a ser almacenados en silos docentes hasta los dieciséis años no queden incapacitados para competir en el mercado europeo al que ya pertenecemos, lo queramos o no. Maestros tiene la santa madre iglesia política, así que quedamos a la expectativa de lo que se les pueda ocurrir en relación con estos temas a los gestores de la Sanidad y de la Educación. El asunto del ocio nocturno, en cambio, nos toca más de cerca. Cada ayuntamiento puede tomar medidas o dejar de hacerlo, cada patrulla policial puede ser más o menos celosa en el cumplimiento de la ley, cada marchoso puede salir de noche dejando descansar a los vecinos o pasando del asunto. El problema es de todos y no me parece ecuánime estigmatizar a los jóvenes como a menudo se suele hacer. Que casi todo el ruido proviene de ellos, de sus voces, de sus motos, de sus músicas, evidente. Que los de las generaciones anteriores hubieran (hubiéramos) actuado de forma muy parecida si el horno hubiera estado para bollos: igualmente evidente. La mala educación de los españoles es algo proverbial, la constatan todos los viajeros que por esta península de nuestros pecados se han aventurado desde la Edad Media hasta hoy. Sin embargo, creo que se han encendido los pilotos de alarma y nadie parece querer darse por enterado. De norte a sur, de Vinarós a Pilar de la Horadada, el litoral es una inmensa fábrica de ruidos, diurnos, pero sobre todo nocturnos. Lo curioso es que un porcentaje nada despreciable de la población activa vive del turismo. Hasta aquí nada que objetar. Ese turismo de alcohol y jarana nos ha beneficiado desde los años sesenta y aunque los ecologistas (esos románticos) no dejan (dejamos) de pensar que el coste ha sido altísimo y que la naturaleza valenciana ha quedado irremediablemente dañada, había que vivir. De acuerdo: a lo hecho, pecho. El problema es que la sensibilidad de nuestros visitantes está cambiando y sus hábitos vacacionales, también. Los escandinavos, los ingleses, los alemanes que venían en los años sesenta no sabían lo que era una terraza al aire libre, jamás salían de noche y, por supuesto, no alzaban la voz en un restaurante ni para reclamar urgentemente ayuda médica. Ahora, todo esto ya no es así. Cualquiera que haya vivido en una ciudad de la Europa occidental en los últimos diez años sabe que todas esas cosas, aunque sin exagerar, ya les resultan accesibles. Ellos se han latinizado y nosotros nos hemos germanizado en lo relativo a costumbres laborales y visión del mundo. Pero, al socaire de dicha uniformación, todos estos ciudadanos europeos y, con ellos, muchos ciudadanos españoles del interior o de la propia Comunidad, han cambiado su idea de las vacaciones. A las playas y a las montañas valencianas la mayoría ya no viene a pasar las noches en blanco, viene a descansar. Son personas estresadas y agotadas, no son personas aburridas como las de antes. Lo malo es que todos sabemos que en nuestra oferta turística resulta imposible hacerlo porque las noches de julio y de agosto en la playa se han vuelto un infierno que en nada tiene que envidiar a las de los fines de semana en ciertos barrios de las grandes ciudades. Hasta ahora las guerras y la inseguridad nos han preservado como único territorio mediterráneo con una oferta amplia. Pero la gallina de los huevos de oro está a punto de agonizar. El día que estos turistas comprendan que, sin pensar en el Caribe, tienen el descanso soñado a dos horas de vuelo, en Croacia, en Grecia, en Turquía, en Egipto, en Túnez, será tarde para nosotros. Como Midas, aquel rey que volvía oro todo lo que tocaba, nuestros promotores descubrirán que los bloques de cemento no se pueden comer. Lo malo es que los miles de trabajadores que dependen de ellos también se quedarán en ayunas.

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