Mariposas JOAN DE SAGARRA
Ayer al mediodía, en los jardincillos del paseo de Sant Joan, en la esquina de Rosselló, enfrente de mi casa, vi volar una pareja de mariposas de la col (Pieris brassicae). Algo insólito; en los más de diez años que llevo viviendo aquí, jamás había visto mariposas de la col en el paseo de Sant Joan. La mariposa de la col, o blanca de la col, es, como su nombre indica, una mariposa blanca, harto común; una mariposa humilde al lado del espectacular chupaleche (Iphiclides podalirius) o del macaón (Papilio machaon), con sus vivos colores, que a finales de junio, en tiempo de exámenes, pillaba yo, de niño, en el paseo de la Bonanova, camino de los Jesuitas de Sarrià. En la actualidad, y por razones harto conocidas -cuando yo era niño nadie hablaba de polución, de medio ambiente, de ecosistema...-, las mariposas han desaparecido de Barcelona, de la Barcelona pura, dura, bohiguesca, maragalliana, closiana, llena de inesperados prodigios -como las pulgas del Auditori-, pero huérfana de mariposas. Por ello esa humilde pareja de mariposas de la col volando a tres metros del portal de mi casa me ha tocado el voraviu del cor, como decían las mujeres de una cierta edad en las azucaradas comedias de mi padre. Qué le vamos a hacer si soy un podrido sentimental. Ustedes, amigos y enemigos lectores, me conocen como un tipo que presume de fumarse de seis a ocho cigarros Punch al día y de beberse, en 24 horas, una botella de whisky (irlandés) Jamesoa. Un tipo que vive del recuerdo de la Barcelona del boxeo -del Price-, que no vacila en acudir a la Monumental siempre y cuando haya un buen cartel (por la Mercè regresa José Tomás, qué gozada), que no duda en relacionar, descaradamente, a Simenon -esa distracción humanística para viejos tigres del textil catalán que viajan a París, en el Pau Casals, a la búsqueda de un joven morito comprador- con Céline, "el genial canalla" -¿genial canalla o canalla a secas y genial escritor?-, como decía recientemente, en estas páginas Octavi Martí desde París. Pues bien, ya han descubierto ustedes mi lado débil: me gustan, me encantan las mariposas. Me encantan las mariposas desde que, a la tierna edad de nueve años, cacé mi primer apolo (Parnassius apollo) en la Alta Saboya, sobre el lago de Annecy. El problema -según luego me contó mi madre- se produjo cuando introduje la hermosa mariposa en el killing jar -la cámara de gas- que me tendía mi padre. Pero no pasó nada. Contrariamente a lo que creía mi madre, sonreí cuando el hermoso ejemplar sucumbió al aspirar el acetato de etilo. Y sigo sonriendo. La próxima semana, en el pueblecito del Pallars Sobirà en el que suelo pasar el mes de agosto desde hace 39 años -cenamos una suculenta sopa de ajo y dormimos con una manta-, me aguardan mis amigas: la nacarada (Argynnis paphia), el macaón, cleopatra (Gonepteryx cleopatra), el pavo real (Inachis io) y mi preferida de los últimos años, el antíope (Nymphlais antiopa), el morio, como le llamaba yo de chico, y que Colette describe así: "¡Como chocolate recién vertido en la taza, con una corona de nata, y debajo del vestido un viso de delicado brocado negro!". Lo que no saben mis amigas es que las más hermosas terminarán en la red, para luego pasar a la cámara de gas, y acabarán en una caja de cristal, con un alfiler clavado en el tórax, las alas extendidas, en la biblioteca de mi casa. Cazo, mato, colecciono mariposas desde los nueve años. A veces he intentado, como Nabokov, ponerme en el lugar de la mariposa. He intentado sentir el aire resbalando bajo mis alas extendidas, sentir las hojas acariciando mis escamas, oír los pétalos bajo mi trompa, percibir el aroma de una lejana tormenta en las curvas de mis antenas. Y también sentir el deleite de la larva cuando roe, y el delirante crecer de las alas dentro del capullo. Esto es lo que significa ser mariposa. "¡Todo un laberinto de éxtasis!", decía Nabokov. Pero siempre ha podido más mi lado sentimental, de canalla sentimental, de depredador sentimental, de coleccionista egoísta y sentimental. Me queda el consuelo de pensar que por cada macaón que yo cogía en el paseo de la Bonanova camino de mi colegio, los sapos de la torre de mi amigo y compañero Agustí Fancelli, en Escoles Pies, se merendaban una docena; y que la pareja, no más, de morios que acabarán la próxima semana en mi cámara de gas no son nada en comparación con los que matan los jeeps que cruzan impunemente su territorio. Tal vez por ello, por esa inesperada aparición de una pareja de mariposas de la col en el jardincillo de paseo de Sant Joan/Rosselló, he optado por apurar hasta el colmo mi sentimentalismo y dejarla con vida. Una Barcelona con mariposas, aunque sean las de col, siempre es un prodigio. Otro, no yo, se encargará de ellas.
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