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Reportaje:PLAZA MENOR: CASTELLANA / JOAQUÍN COSTA

El sol sale para todos

Esta que fuera generalísima avenida, paradigma de la modernidad arquitectónica y de la especulación inmobiliaria del antiguo régimen, se recicló, a título póstumo, como prolongación del paseo de la Castellana, eje y vaguada, ancestral cañada madrileña, pasto de asfalto para la voracísima cabaña automóvil que se reproduce sin freno y sin tasa, en perjuicio de la población bípeda y a beneficio de los hacedores de aparcamientos de pago, encargados de estabular ordenadamente a las ingentes manadas de cuadrúpedos mecánicos que confluyen en esta zona atraídos por los irresistibles reclamos de unos grandes y célebres almacenes. Esta populosa encrucijada no tiene nombre, ni monumento, ni fuente ornamental, pero goza de un privilegiado estatus en materia de transportes, con boca de metro, estación de ferrocarril, líneas de autobuses, paradas de taxi, túnes de enlace y aparcamientos subterráneos y de superficie.

Un paso elevado que puentea la Castellana y comunica el próspero Chamartín con los populosos y populares Cuatro Caminos, impone su utilitaria traza en desmedro de la estética dejando a un lado los bloques implacables de los Nuevos Ministerios, y al otro el bosque vertical y petrificado de Azca.

El edificio búnker del hipermercado goza de una privilegiada ubicación y de una logística esmerada; es una construcción sólida, un paralelepípedo casi ciego al exterior para que la clientela no se distraiga, para que se olvide del paso del tiempo y se concentre en lo suyo, que es comprar.

Pero cuando llega el verano y los termómetros públicos diseminados por el entorno superan los 40º, el centro comercial acoge a una población flotante de falsos clientes más motivados por la excelente climatización del local que por sus ofertas. Resulta una inversión rentable porque el impostor casi siempre acaba picando algo, aunque sea en la cafetería.

La provechosa ceguera del edificio habilita la utilización de su fachada principal como reclamo publicitario gigante y mutante. Así, una enorme pancarta anuncia "La Fiesta del Sol", y el astro rey, que ha decidido participar en el homenaje, se deja caer a sangre y fuego sobre la plaza, y especialmente sobre la playa de estacionamiento, donde se achicharran, por un módico precio, cientos de vehículos que, antes o después, tomarán cumplida venganza de sus amos, transmutados en potentes hornos solares.

Bajo el sol, y a la sombra del centro comercial, se levantan las frágiles barracas prefabricadas de una feria de artesanía étnica y exótica, el mercadillo consume las migajas del hipermercado bajo su ala, pero de vez en cuando también seduce a los viajeros de cercanías que emergen de la estación subterránea, funcional y bien ventilada, cuya asepsia tratan de paliar las impactantes imágenes de una exposición fotográfica y solidaria.

Los mentores del paso elevado que tacha la plaza trataron de amortiguar el impacto brutal de su presencia con la colocación de dos obras de arte bajo el arranque del puente, dos piezas piadosamente anónimas condenadas a sobrevivir entre la clandestinidad, la oscuridad, la suciedad y la indiferencia de los peatones. Al fondo un mural con relieves metálicos y colores apagados por el hollín y, unos metros más allá, una escultura de verticalidad drásticamente limitada por el alzado de la ominosa estructura. Parece como si el artista, abrumado por las limitaciones, hubiera dejado caer de cualquier manera sobre el chato pedestal los elementos de su fallida composición para ir a lavarse las manos.

La mugre que devora este rincón se ha cebado con el pedestal de La verticalidad imposible, que durante varios meses tuvo su adorador nocturno, un inquilino que hizo su lecho de la dura piedra y montó su precario y escueto vivac de vagabundo en el monumento, dando sentido, utilidad, quién sabe si cariño, a una obra incomprendida y marginada, como él mismo.

Sobre este beatífico personaje, capaz de dormir a pierna suelta, incluso en pleno día, acunado por los cantos de las sirenas y los rugidos de las bocinas, escribió este cronista hace tiempo un artículo, admirativo, bien intencionado, pero tal vez algo imprudente. Esto último se le pasó por la cabeza cuando al transitar por allí, una o dos semanas después de publicado, vio que el impasible e imposible ermitaño urbano había dejado su refugio.

El cronista llegó a pensar que tal vez el abandono no había sido voluntario, sino fruto del malentendido celo, o la especial mala leche, de un lector con resposabilidades en materias de orden público. Desde entonces se cuida por si acaso, y esta vez, en lugar de poner sus ojos a ras del suelo para describir las variadas formas de ganarse la vida que practican algunos de sus congéneres a las puertas del centro comercial, no todas respetuosas con la legalidad, se pone a mirar a las alturas de las orgullosas torres bancarias de sus contornos y recuerda que en lo más alto de una de ellas -lo vio en un reportaje de televisión- residía hace años un auténtico halcón, un altivo falcónido al que alimentaban con mimo los directivos de la entidad, tal vez con solidaridad de aves de presa.

Del otro lado de la plaza y del puente reluce, bajo un sol de desierto, la pirámide que remata un nuevo edificio bancario. En la acera de enfrente, algo eclipsado por este competidor, se levanta el bloque de estilo funcionarial que en su día fuera sede del extinto Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA), como siguen recordando los relieves alegóricos y vegetales que animan sus fachadas, un tanto fuera de lugar, si es que alguna vez lo tuvieron, porque hoy el inmueble, aunque continúa adscrito al mismo ministerio, se dedica a faenas burocráticas relacionadas con la pesca.

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