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Repensar la segunda vía

La segunda vía, o sea, el socialismo como alternativa al capitalismo, surgió de la necesidad histórica de repartir de una manera más equitativa los beneficios de la revolución industrial. Fue como un grito de la razón ante la desigualdad que el capitalismo estaba generando. A veces se piensa que el socialismo surge porque la clase obrera vive en malas condiciones; estaba siendo explotada, diría Marx. Si esto fuera así, cuando la clase obrera mejoró su suerte en el capitalismo, el socialismo habría perdido su razón de ser. Pero no ha sido así, porque el socialismo no fue tanto una protesta contra la condición de los obreros, que en el siglo XIX no era peor que la de los campesinos de la época, cuanto la rebelión contra el mal reparto de una riqueza que por primera vez en la historia se generaba a pasos agigantados con el concurso directo y visible de los trabajadores, quienes sólo recibían una parte muy pequeña de los valores que contribuían a crear. Las condiciones de vida de los trabajadores no eran ya una consecuencia natural de una baja productividad general en una sociedad injusta, sino el resultado del mal reparto de los frutos de una productividad gigantesca -si la medimos por niveles históricos-. El socialismo trata de ser una respuesta a la doble cuestión de la distribución y de la desigualdad. Por tanto, mientras duren los problemas de la desigualdad y el reparto, el socialismo tendrá una razón de ser. La desigualdad que se inaugura en el siglo XIX es diferente de la de cualquier otra época anterior. En sociedades estancadas, donde la riqueza crecía normalmente poco y despacio, y la suerte de las personas tenía pocas oportunidades de cambiar, la desigualdad era, en cierta manera, "natural", un elemento más de esa dureza que caracterizaba la vida en este "valle de lágrimas". De hecho, el reparto, si se hubiera intentado realizar, hubiera sido muy difícil porque sólo se hubiera podido mejorar la suerte de algunos si empeorara la de otros. En cambio, en una sociedad dinámica como es la que crea la revolución industrial, en que la productividad del capital y del trabajo crece a un ritmo muy rápido y la producción se hace masiva, la desigualdad es menos fácil de comprender y resulta menos tolerable socialmente. La rápida acumulación de riqueza en pocas manos -aunque relativamente muchas más que en tiempos pasados-, hecha posible por un régimen de trabajo asalariado, supone la creación de enormes desigualdades ante los ojos atónitos de quienes laboraban en minas y fábricas. El surgimiento "artificial" de estas desigualdades provoca una justa envidia y una protesta que lleva directamente al cuestionamiento del régimen de relaciones laborales del capitalismo, responsable de tales resultados. La búsqueda de vías alternativas al capitalismo da lugar a las diversas clases de socialismo.

A finales del siglo XX sigue habiendo desigualdad y problemas de distribución de la riqueza. Más aún, la nueva revolución productiva del conocimiento en un contexto global está generando, a gran velocidad y con gran visibilidad, una desigualdad mayor que la del sigloXIX. Se conocen fortunas personales que son mayores que todo el producto nacional anual de algunos países. Las posibilidades de enriquecimiento, por medio de la innovación tecnológica o de la bolsa de valores, son grandes, aunque sólo algunos tienen las "condiciones de posibilidad" o prerrequisitos necesarios para beneficiarse de ellas. La suerte de personas, grupos humanos, regiones y naciones es muy desigual, y las diferencias tenderán a hacerse mayores en la medida que el presente dinamismo económico siga funcionando sin restricciones. Si la desigualdad y el reparto de la riqueza son la razón de ser del socialismo, nunca ha sido mayor esta razón, nunca ha estado la segunda vía más justificada que en nuestros días.

En nuestro sistema económico se confía básicamente en el efecto rebalse para solucionar el problema de la distribución. Se supone que el crecimiento económico genera bienestar para todos, como una marea que al subir eleva por igual a todas las barcas ancladas en el puerto. El problema de la distribución, e implícitamente el de la desigualdad, se reduce así a un problema de crecimiento. Los mercados se encargan de la aplicación eficiente (mejores resultados con menor coste) de los recursos productivos a los usos que el público prefiere. El Estado -o las administraciones públicas- se encarga, por medio del sistema fiscal, de la producción y distribución de los bienes públicos y de asegurar que el mercado no produzca efectos muy sesgados a favor, ni en contra, de alguno de sus participantes. No parece que haga falta cambiar nada sustancial. Con adecuada supervisión y vigilancia por parte de las autoridades, los mercados se encargan de elevar el nivel de vida de los ciudadanos, y esto va resolviendo el problema de la distribución. Esto es, obviamente, el deseo de los apologistas y sostenedores del sistema, más que la realidad de las cosas. La verdad es que los mecanismos actuales de distribución, redistribución y difusión del bienestar no alcanzan a una parte sustancial de los ciudadanos -8millones de pobres en España, 10 millones en el Reino Unido, 36 en Estados Unidos-, para limitarnos a los países ricos. Algunos dirán que los pobres son pocos y que su pobreza es relativa -mucho más llevadera, por ejemplo, que la que soporta el 90% de los ciudadanos de Haití, Burkina Faso o el Chad-; que, en todo caso, el número de pobres no constituye causa suficiente para cambiar radicalmente un sistema que funciona bien para la mayoría. Otros, en cambio, sentirán que estos niveles de pobreza, que frecuentemente va acompañada de exclusión y marginalidad, son intolerables en sociedades democráticas, cuyo poder dimana del conjunto de los ciudadanos, y donde todos tienen derecho a los niveles de vida que su sociedad pueda alcanzar. Los inconformes se sentirán inclinados a pedir un cambio de sistema y a buscar por una vía alternativa la corrección de injusticias tan clamorosas y la eliminación de una pobreza que cohabita con tanta y tan increíble prosperidad.

A estas alturas de la historia está claro que el llamado socialismo real, que se inauguró con la Revolución Rusa y se hundió con la Unión Soviética, no era una segunda vía que llevara a mayor equidad e igualdad, sino una vía muerta. Resultó ser una forma histórica aberrante de plasmar en instituciones y organizaciones el ideal decimonónico de socialismo. El fracaso ha sido tan estrepitoso que ha desprestigiado la idea misma de socialismo, su profundo humanismo y la razón ética de sus postulados. Y, sin embargo, no debiera ser así. Porque los bolcheviques usaron el socialismo como coartada para implantar un modelo político dictatorial, en el que una vanguardia de políticos ambiciosos y crueles impuso a todo un pueblo su visión de 1a historia y de la sociedad para poderlo dominar. La vanguardia echó mano de un paternalismo materialista, servido por una economía centralmente planificada, para justificar la enorme acumulación de poder en sus manos. El resultado fue un engendro ineficiente -menos en lo militar y en el espacio- y opresor que sólo condujo al caos y nada tiene que ver con la idea matriz del socialismo.

La segunda vía tendría que dirigirse a hacer más equitativa la distribución de la riqueza y el ingreso, y asegurar una mayor igualdad en las condiciones de vida de todos los ciudadanos. La igualdad de oportunidades no sería suficiente; habría que tender a la igualdad en los logros. Por otra parte, dado que el crecimiento de la productividad y de la producción es una limitación objetiva de la distribución, la economía en el socialismo debería dirigirse a aumentar ambas y crecer eficientemente, para ayudar a resolver el dilema entre producción y distribución.

El socialismo, que surgió para dar libertad a los oprimidos, tiene que respetarla absolutamente, y así como trató de repartir el poder económico y social que detentaban unos pocos, de la misma manera tiene que ser democrático, en el sentido aceptado por todos, con elecciones libres, gobernantes que cambian periódicamente y rinden cuentas de su gestión al conjunto de la sociedad. La economía planificada centralmente, un experimento nuevo en la historia de la humanidad, ha demostrado conducir a decisiones equivocadas sobre el uso de los recursos productivos, a mucha corrupción e ineficiencias. Excluir a los mercados como sistemas de señales que son cuando la competencia funciona, ha sido una limitación que los gestores de la economía se impusieron para su propio fracaso y el de su pueblo. Los mercados son instrumentos útiles que, usados como tales, movilizan energías humanas y materiales. En otro tiempo, para asegurar la gestión de los recursos productivos, los reformadores se vieron obligados a tomar la propiedad de las empresas. Hoy en día esto no es necesario porque el crecimiento y diversificación de las empresas ha llevado a la separación de la propiedad y la gestión. En principio se podría socializar 1ª gestión de los recursos sin socializar la propiedad de los mismos. En el mundo moderno, la gestión social de los recursos podría ser compatible con la propiedad privada. Los accionistas podrían seguir percibiendo los réditos que produzcan las actividades productivas de las empresas, aunque las ganancias especulativas se verían severamente limitadas. Por otro lado, tenemos experiencia de que empresas de propiedad pública no siempre gestionan los negocios en bien de la sociedad. Lo crucial es la gestión, no la propiedad.

Es importante resolver bien la cuestión de quién debería actuar en nombre de la sociedad. Antes se pensaba que el actor principal debía ser un Estado centralizado y fuerte. Esto es típico del modelo bolchevique de vanguardias todopoderosas y omniscientes. Pero si se acepta el principio de que la responsabilidad de gestión debe estar situada donde la proximidad con los problemas sea mayor y las posibilidades de controlar a los gobernantes resulten más reales, habría que optar por un socialismo descentralizado. En este sistema, los Gobiernos estaduales (en los Estados federales), autonómicos, regionales y municipales llevarían el peso de 1a gestión. No sería impensable hablar de un socialismo municipal en las grandes ciudades. Por otro lado, este socialismo que estamos repensando tendría que ser un socialismo de grandes espacios, para aislarse lo más posible de tormentas financieras internacionales, aunque abierto al comercio y la inversión extranjeros. Sería un socialismo amigo, buen vecino, sin aspiraciones de conquistar el mundo; antes al contrario, enteramente dispuesto a la cooperación internacional y volcado en la ayuda al desarrollo de los países más pobres. Es una utopía, ciertamente. Pero los cambios tecnológicos, organizativos, demográficos y del medio ambiente, que ya están en marcha, bien pudieran hacer que algún día la mayoría de los ciudadanos clame: ¡socialismo, por favor!

Luis de Sebastián es catedrático de Economía de ESADE, Universitat Ramon Llull, Barcelona.

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