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La cuota femenina en las candidaturas electorales

Desde posiciones feministas se está planteando en los últimos años la llamada democracia paritaria, donde se pretende que se tomen una serie de medidas jurídicas para hacer posible la incorporación progresiva y equitativa de la mujer, en iguales condiciones que los hombres, en la vida política y en las instituciones públicas. Hay tomas de posiciones en ese sentido en el Consejo de Europa, en la IV Conferencia Gubernamental Europea de noviembre de 1997, en la Unión Interparlamentaria y, también, más tímidamente, en la Unión Europea. En algunos Estados, como Italia y Francia, por ejemplo, con distinta metodología y distintos resultados, se han dado también pasos en ese sentido. Pero no es mi intención argumentar sobre la base del Derecho positivo comparado o internacional, ni de decisiones de órganos políticos, aunque naturalmente reflejen un estado de opinión que pone de relieve la importancia del problema. Pretendo, más bien, desde la historia de los derechos humanos y desde su teoría, reflexionar sobre si el derecho de sufragio, desde el sufragio universal, da alguna luz para avanzar sobre este tema. Se trata de saber si el concepto de igualdad abarca también la posibilidad de establecer legalmente en España cuotas de candidatas en las diversas elecciones reservadas a las mujeres, y si esa reforma de la Ley Electoral General exige previamente una reforma de la Constitución. Si nos centramos en la modernidad, sede histórica de la implantación de los derechos humanos, podemos distinguir, a partir de las revoluciones liberales, los siguientes modelos:

a) El modelo de la discriminación normativa, donde la diferencia entre los sexos era relevante para un tratamiento discriminatorio en el trabajo, en las relaciones familiares y en la participación política. La mujer no participaba por una exclusión jurídica del goce de derechos como los referidos a la patria potestad, al acceso y a la promoción en el trabajo, al salario o al sufragio. En Kant, en su pequeña obra En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica, se encuentra la justificación teórica de ese modelo que restringirá al hombre blanco, europeo y atlántico, con instrucción y con medios económicos, los derechos, y entre ellos el de la participación política, como elector y como elegible.

b) El modelo de la igualdad normativa como equiparación. Sobre la base del principio revolucionario de los derechos naturales, en virtud del cual "todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos", se produjo un proceso de positivación y de generalización que extendió a todos los hombres mayores de edad los derechos políticos, y no sólo a quienes podían inscribirse en el censo, por su instrucción o por sus medios económicos. Este proceso se sitúa históricamente en el siglo XIX, y a principios del XX se inicia la extensión de la igualdad, desde el "todos" masculino a la mujer, y esa igualación normativa, que en España se produjo con la Constitución republicana de 1931, se puede considerar concluida, o al menos muy avanzada en nuestros días. Es un proceso de igualación normativa como equiparación donde las diferencias, como la del sexo, no se consideran relevantes para justificar legalmente un trato desigual. Las normas constitucionales equiparan en derechos fundamentales al hombre y a la mujer, y se considera discriminatorio e inconstitucional cualquier trato normativo que así lo impida. Es el modelo del artículo14 de nuestra Carta Magna. En el tema que nos ocupa conduce el sufragio universal masculino y femenino, activo y pasivo.

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c) El modelo de la especificación por medio de la igualdad como diferenciación. Ya en el siglo XX se produce una corrección de la igualdad normativa como equiparación, que tenía como sujeto titular de los derechos a un abstracto homo iuridicus, hombre y ciudadano, que incluía a la mujer en un ámbito. La corrección se produjo cuando se llegó a la convicción de que grupos de personas, colectivos que no abarcaban a todos, estaban en situación de inferioridad respecto a otros. La constatación empezó por la satisfacción de las necesidades básicas de aquellas personas que no pueden satisfacerlas por sí mismas y con el apoyo promocional de los poderes públicos. Pero la especificación propiamente dicha afecta a colectivos que por razones culturales, como la mujer; físicas o psíquicas, como los minusválidos; de edad, como los niños y los ancianos; económicas, como los consumidores; en situación de sujeción especial, como los soldados o los presos, o de salud, como los enfermos, necesitaban un tratamiento específico que se organizó a través de derechos fundamentales, no de todos, sino sólo de aquellas personas situadas en aquellas condiciones concretas. Aquí, el tratamiento exigía una idea de igualdad como diferenciación, término preferible para mí al de discriminación positiva, para que la inferioridad concreta pudiera desaparecer a través de la homogeneidad que equiparara a esas personas con el resto. La aparición de este modelo es un signo de la insuficiencia del modelo anterior de la igualdad normativa como equiparación. La toma de conciencia de que la igualdad como norma no suprime siempre la desigualdad como hecho fue determinante para impulsar y profundizar este tercer modelo. La igualdad normativa entre hombre y mujer ante los derechos políticos no resolvía sino una parte del problema, puesto que todos podían ejercer el sufragio activo. Sin entrar en las causas económicas y culturales que fue necesario superar y quizás las aún pendientes para que la emisión del voto fuera realmente igual, sólo contestamos a la pregunta ¿quién vota?; no contestamos a la que afecta al voto pasivo, ¿a quién se vota? En efecto, el sufragio activo permite a todos una influencia igual al elegir a los que toman las decisiones, pero no permite esa influencia igual en el momento en que estas decisiones son tomadas. El número de mujeres candidatas, pese a la igualdad normativa, es muy insuficiente, y esa realidad se puede constatar por medios objetivos, estadísticos o sociológicos. El mismo hecho de que los partidos hayan tomado decisiones internas para paliar esa situación es un signo de su importancia, y quizás haya llegado el momento de tomar medidas en el plano jurídico, modificando la ley electoral.

En mi opinión, esa posibilidad es real, avanzando en la idea de igualdad y sin modificar la Constitución. Para entenderlo mejor es necesario distinguir entre diferencias, discriminaciones y desigualdades. Las diferencias, como el sexo, la opinión, la religión o la raza, son elementos de las personas que los distinguen y que no permiten un trato desigual. Son realidades protegidas desde el segundo modelo de la igualdad normativa, que en España recoge el artículo 14 de la Constitución.

Las discriminaciones son las violaciones de la igualdad normativa como equiparación, y se producen cuando una mujer no tiene el mismo salario legal, o no puede participar en una determinada profesión, o cuando una opinión es prohibida o una religión no puede hacer públicas manifestaciones de culto. Las discriminaciones se sitúan en el ámbito normativo y su solución se plantea igualmente en ese ámbito. Las desigualdades son una cuestión de hecho, una realidad que existe, como consecuencia de las diferencias y del desajuste entre las normas que las protegen, y que pretenden la equiparación, y esa realidad que por diversas razones persiste de una desigualdad real no cubierta con la proclamación de la igualdad formal. No es posible que la igualdad sea total de todos en todo, pero sí al menos que la proclamación normativamente sea real. La utilización de la igualdad como diferenciación es el cauce para la superación de las desigualdades. No actúa ni ante las diferencias ni ante las discriminaciones, y tampoco ante las desigualdades que derivan de diferencias basadas en la acción voluntaria de los interesados, como la opinión y la religión. Sólo es aplicable a las desigualdades que lo sean a causa de las diferencias materiales, como el sexo o la raza. A este grupo genérico pertenece el problema de las cuotas de participación de la mujer como candidatas electorales, puesto que el derecho fundamental desde la igualdad normativa no se corresponde con la situación de hecho. La insuficiencia del artículo 14, en relación con el 23.2, exige la acción que permite el artículo 9-2, igualmente de nuestra Constitución vigente, que encarga a los poderes públicos promover las condiciones y remover los obstáculos para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural o social. Es el cauce para la igualdad como diferenciación, y la jurisprudencia constitucional lo ha reconocido así en numerosas sentencias. Por consiguiente, es posible modificar la ley electoral y establecer cuotas de presencia de la mujer como obligatorias y mínimas en las listas electorales. Será, en todo caso, una norma excepcional y de vigencia temporal que sólo duraría hasta que desaparezcan los desajustes entre la desigualdad real y la igualdad normativa. Creo que un criterio de justicia exigiría avanzar rápidamente por ese camino, aunque con moderación y con prudencia para que se trate de una norma con arraigo y aceptación generalizada, y respetando los principios de mérito y capacidad. La opinión pública no es, quizás, totalmente consciente de esta obligación de los poderes públicos, y es probable que sea necesario abrir un debate donde todos puedan expresar su opinión. Creo que la mía está muy clara.

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III.

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