La jubilación
La idea ensayada por Telefónica y otras grandes compañías de jubilar a los empleados mayores de 42 años redondea el nuevo modelo de explotación. Antes, la empresa trataba de obtener hasta la última gota de plusvalía de los seres o las sustancias. Los platos se rebañaban, los muebles se apolillaban hasta desmoronarse, los dependientes agonizaban sobre las negras máquinas de escribir y las repintadas tablas del mostrador. Ahora, a la tensión por renovar los objetos, los vestidos, los ambientes, se añade la ansiedad por sustituir a los seres humanos que se tienen delante. El incremento divorcista de los países más industrializados fue sólo la manifestación artesanal de esta práctica posmoderna, pero las empresas fabriles representan el fenómeno en su culminante proporción. No se trata de que el empleado deje de ser útil para el puesto, lo relevante es que está demasiado visto. Se trate de una cafetería o de una multinacional, la casa no logrará la impresión de encontrarse al día si mantiene al personal de hace muchos años. Pero tampoco merecerá prestigio una firma si en la biología de su nómina predomina la gama adulta. El sentido de la eficiencia y la actualidad se corresponden con el bruñido de un perfil joven y la ventilada longitud de su zancada. Esta imagen vale tanto para el cliente como para la cotización bursátil. Los hombres o las mujeres empiezan a trabajar cada vez más tarde, entre grandes dificultades, y vienen a concluir cada vez más pronto, con asombrosa fluidez. Al miedo por no hallar ocupación sucede casi enseguida el pánico a ser jubilado. Los habitantes nacen, crecen y son captados para la tarea en la breve fase de máximo vigor; después son considerados obsoletos. La juventud emergió hace cuatro décadas como el máximo valor ético y estético de consumo, ahora es, ante todo, la suprema materia de la producción.
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