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Tribuna:DEBATELa Europa de la abstención
Tribuna
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Un círculo vicioso

El Parlamento Europeo, elegido por sufragio universal desde 1979, es un gran desconocido para la mayoría de los ciudadanos europeos, que ni están familiarizados con su papel ni le atribuyen especial importancia. No saben bien qué hacen sus representantes, dónde se reúnen, sobre qué temas discuten, qué posiciones defienden ni, en muchos casos, quiénes son. Es cierto que en todas partes se abre paso la idea de que las decisiones de los Gobiernos nacionales se ven cada día más condicionadas por la legislación europea, pero la imagen del PE sigue siendo borrosa y enigmática. No sorprende, por tanto, que las elecciones europeas presenten en todos los países peculiaridades que las diferencian de las elecciones nacionales: se castiga más a los partidos que gobiernan, como ocurrió en España en 1994 o ahora en el Reino Unido y Alemania; los partidos pequeños y, de manera especial, los verdes obtienen mejores resultados; en Francia, por ejemplo, doblan, por término medio, sus votos y multiplican por ocho el número de escaños; la fidelidad de voto a los partidos es menor y la participación baja de forma espectacular en relación con las elecciones generales: una media para el conjunto del censo electoral europeo de 25 puntos porcentuales. Esta última es, de todas esas peculiaridades, la más llamativa y la que mayor preocupación ha creado entre actores y observadores políticos. ¿Por qué unos niveles de participación tan bajos? ¿Qué consecuencias puede tener esa indiferencia masiva? ¿Cómo puede afectar al proceso de construcción política de Europa? Por supuesto, la abstención no es igual en todas partes y suele ser muy baja en países como Bélgica, Luxemburgo, Grecia o Italia, donde el voto es obligatorio o lo era hasta hace muy poco. Suele estar por debajo de la media en aquellos casos en que las elecciones europeas coinciden con otras de ámbito nacional, regional o local. En España, al coincidir con las municipales en 1987 y en 1999, la participación sobrepasó holgadamente el 60%, mientras que en 1989 y 1994 no llegó a esa cifra. Algunas circunstancias coyunturales pueden explicar un descenso, incluso dramático, de la participación, como en el Reino Unido el domingo pasado, donde siete u ocho de cada diez votantes prefirieron no votar. La introducción del sistema proporcional con una lista única de 87 diputados podría haber desincentivado a los británicos, acostumbrados a elegir a un solo candidato en su propio distrito, mientras que los partidos, con pocos recursos después de una serie de elecciones regionales y municipales, optaron por no movilizarse ni movilizar.

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Más peso tienen para entender esas divergencias las diferencias entre los hábitos de participación de los países miembros. Donde mayor es la participación en las elecciones nacionales, mayor lo es también en las europeas, y viceversa. Los que ocupan en las generales una posición entre esos dos extremos, como Alemania, Francia, España o Portugal, se sitúan, generalmente, en el medio de la tabla. Pero hay excepciones. Por una parte, Dinamarca, Holanda y el Reino Unido, con un porcentaje muy alto de participación en generales, suelen batir los récords de abstención en las europeas. En el polo opuesto, Irlanda, con una participación en las generales de las más bajas de Europa, tiende a ocupar en las europeas un lugar intermedio. Estas excepciones parecen sugerir la existencia de una cierta relación entre el consenso que en esos países consigue la UE (alto en Irlanda como gran beneficiaria de los fondos europeos, y más problemático en Dinamarca y el Reino Unido) y el nivel de participación en las elecciones al PE.

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Una cosa es clara: en 12 o 13 de los 15 Estados de la UE, la abstención en las elecciones europeas es muy superior a la que se produce a nivel nacional, llegando en algunos casos al doble (Dinamarca y Holanda) e incluso al triple (el Reino Unido). Y en el conjunto de la Unión es perceptible una tendencia al crecimiento de la abstención. Ni el hecho de que la UE haya extendido su ámbito de actuación tras los tratados de Maastricht y Amsterdam, ni el hecho de que el PE venga desempeñando en los últimos años un papel más importante, parecen suficientes para estimular un nivel más alto de participación.

Sin duda, esto plantea un problema serio de legitimidad y una importante dificultad a la construcción de la unidad política europea. El desinterés que denuncian esas tasas de abstención obstaculiza el fortalecimiento del Parlamento Europeo, lo que a su vez difumina el interés de los ciudadanos por la institución. Las expectativas depositadas inicialmente en ella no se han visto satisfechas ni siquiera por el hecho, para muchos ciudadanos poco visible, de que su peso haya aumentado sensiblemente. Difícilmente se romperá ese círculo vicioso mientras el Parlamento Europeo siga siendo elegido en el marco territorial de cada Estado y careciendo, por tanto, de una base popular propia; mientras no cuente con un sistema específico de partidos que se diferencien entre sí tanto por sus programas como por sus proyectos respecto de la construcción política europea; mientras no disponga de las competencias legislativas, presupuestarias y de control de un Parlamento moderno y la vida del Gobierno europeo no dependa de él. Y mientras, en una palabra, no haya verdadera competición entre formaciones políticas distintas ni en el plano electoral ni en el parlamentario.

Si, como es presumible, poco o nada de eso cambia esta vez, tras pasar la mayoría relativa a los populares, poco o nada cambiará en la indiferencia de los ciudadanos europeos por su Parlamento. La probabilidad de que la participación mejore depende de que el electorado conceda importancia al hecho de que ganen unos u otros y entienda que su voto puede inclinar la balanza de un lado o de otro. Entretanto, las elecciones europeas seguirán analizándose en clave interna.

Julián Santamaría es catedrático de Ciencia Política en la UCM.

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