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Davos, 1929, setenta años después [HH] XAVIER ANTICH

La montaña mágica ocupa, en el conjunto de la obra de Thomas Mann, una posición muy particular: cronista de un mundo que estaba desapareciendo (como en el Doctor Faustus) y autor de alguna de las cartografías de la decadencia más fascinantes que se han escrito en nuestro siglo (Muerte en Venecia), Mann escogió justamente la ciudad suiza de Davos para construir, en el espacio terminal y crepuscular de un sanatorio, su particular descenso a los infiernos en la figura de Hans Castorp. En el sanatorio de Davos, mientras los otros enfermos mantenían con la muerte una partida de ajedrez inapelable y previsible, el protagonista de la novela se redescubrió a sí mismo. En medio del dolor y de la angustia, Castorp, paradójicamente, se sintió renacer. En este sentido, La montaña mágica resultaría premonitoria. Cinco años después de su publicación, y precisamente en Davos, iba a celebrarse un debate entre Ernst Cassirer y Martin Heidegger que atraería la atención intelectual de la época y que, con el paso del tiempo, se convertiría en una de las fechas clave para entender el trasfondo de la crisis del humanismo de nuestro siglo. Bajo el lema de una pregunta genérica (¿qué es el hombre?), se encontraron por primera vez, cara a cara, Cassirer, uno de los últimos representantes del viejo humanismo ilustrado, y el joven Heidegger, que había hecho su aparición en la escena especulativa, dos años antes, con la fuerza de un tornado que pretendía barrer de un plumazo aquellos grandes conceptos sobre los que se había asentado la modernidad. Entre los asistentes al debate, se encontraba Emmanuel Lévinas. Casi 60 años después, todavía recordaría con emoción el impacto de aquel encuentro: "Un joven estudiante podía tener la sensación de asistir a la creación y al fin del mundo". El fin del mundo, en las palabras de Cassirer, portavoz del ideal racionalista ilustrado, todavía con ambiciones de universalidad; la creación del mundo, en las palabras radicales de Heidegger, que denunciaba el proyecto de la Ilustración como algo ya acabado y caduco. Frente a frente, los estertores del antiguo humanismo y las embestidas, todavía balbucientes, de un antihumanismo que iba a marcar nuestro siglo. Aparentemente, el callejón sin salida. En el fondo, una antinomia casi insuperable de nuestra civilización y nuestra cultura. Una cuestión que desbordaba, con mucho, el interés estrictamente filosófico del debate. El humanismo de las grandes palabras y los ambiciosos proyectos frente al antihumanismo desconfiado y nihilista, receloso y, en última instancia, desmovilizador. Frente a la antinomia de Davos, Lévinas dibujó el proyecto especulativo que debería ocuparle toda la vida: repensar el humanismo sobre bases nuevas. Un nuevo humanismo que fuera otro humanismo diferente del viejo proyecto decimonónico: otro humanismo que fuera, fundamentalmente, un humanismo del otro. Setenta años después, todavía estamos paralizados por la inercia de un debate que ha marcado el siglo. No vamos a dormir con las imágenes en nuestra retina del horror de millones de deportados: en Kosovo, ciertamente, pero también en el corazón de África, en el Magreb y en el Kurdistán, en una Asia cada día más lejana y en una Latinoamérica donde la miseria planificada por el Fondo Monetario Internacional ha inventado nuevas formas de esclavitud. Y, frente a ello, sólo hemos sido capaces de oponer (selectivamente, eso sí) la fuerza de las bombas y la convicción del fuego. Nos hemos despertado, estas últimas semanas, con el olor a tierra quemada, con los "efectos colaterales" y con la sospecha de que no sabemos todo lo que pasa, de que se nos esconde parte del dolor y de la miseria. Con la sospecha de que otros están escribiendo la historia por nosotros, en nuestro nombre. Setenta años después del debate de Davos, las grandes palabras ("intervención humanitaria", "derechos humanos") han sido expropiadas, en un acto de cinismo sin precedentes, por la industria militar y por los gobiernos complacientes del capitalismo avanzado. Y, frente a ellas, no hemos sido capaces de articular un humanismo que no sea el de los parches ni el de las tiritas. Con la tranquilidad del que contempla la desgracia desde su confortable sofá a través de una pantalla doméstica, apenas hemos podido articular objeciones también muy viejas, tan viejas como estériles: unas objeciones surgidas del antiamericanismo, del antimilitarismo o del pacifismo que espera la resolución de los problemas de una abstracta "diplomacia" que debería aparecer, como un deus ex machina, en el momento decisivo de la tragedia. La intervención militar en la ex Yugoslavia ha sido un fracaso. No ha impedido las deportaciones masivas, ni las muertes, ni las violaciones, ni el dolor. No ha detenido un genocidio calculado fríamente desde hace años por el mismo gobernante que los dirigentes occidentales armaron y sentaron en la mesa de negociación, como autoridad reconocida, para buscar una solución al problema de Bosnia, premiando así su capacidad de mando sobre carniceros como Radovan Karadzik o Radko Mladic. El mediador de ayer es hoy la personificación del mal. Por su parte, los apestados de ayer, bosnios laicos o musulmanes, son hoy los parientes de la familia más pobre y miserable de Europa, los albanokosovares. Y mientras, en la Europa de la moneda única y de las pateras, nuestros dirigentes endomingados se han visto enfrentados de golpe con la miseria y han descubierto, demasiado tarde, que Europa era algo más que un mercado. Creyeron que podían fundar una comunidad como quien inaugura una feria de muestras y hoy descubren en Milosevic a su propia oveja negra, tan distinta pero tan parecida a ellos: el poder del Estado frente al derecho de los pueblos, el menosprecio por las minorías y por el pluralismo cultural, la avanzadilla de la cristiandad frente al fundamentalismo. Europa, preocupada por su identidad hasta los límites de la obsesión, no ha conseguido modificar su vieja alergia ante lo otro. Convertida su diversidad en un simple decorado multiculturalista y reducido lo otro a imagen publicitaria, Europa ha permitido que Milosevic acabara la tarea empezada hace siglos por los santísimos Reyes Católicos. El esperanzador proyecto que se abría en Davos en 1929, repensar el humanismo como un humanismo del otro, como un humanismo de los seres humanos concretos y no de las abstracciones, ha quedado, por lo que parece, definitivamente aplazado. Setenta años después de Davos, todavía estamos presos en las redes de una alternativa simplista y equivocada: o las grandes palabras o el inmovilismo. Traducido en la terminología de 1999: o la acción (militar) en nombre de las ideas abstractas o la no-acción del que contempla la desgracia ajena a distancia, como si no fuera con él. No hemos sido capaces de reconstruir un humanismo que no sea el humanismo de las bombas o el humanismo del lamento impotente. Y después de la pesadilla, en medio de la noche, nos despertamos horrorizados, como Lady Macbeth, al descubrir en nuestras manos unas manchas de sangre que no podemos limpiar. Unas manchas de sangre, imborrables, que son el testimonio de nuestra indignidad y de nuestra impotencia.

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