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Tribuna
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Fronteras

Rosa Montero

De cuando en cuando, en las esquinas perdidas de los periódicos se cuelan noticias espeluznantes sobre los emigrantes. Como el caso de ese hombre muerto en Alemania durante su deportación. O como Rita, la brasileña a la que violaron impunemente en una comisaría española. Es la turbiedad de los confines, de las fronteras de nuestro sistema, que a veces se deja entrever por un instante, como un relámpago que ilumina la fealdad del mundo. Somos, me refiero a los países ricos, una isleta de privilegio entre tinieblas. Y defendemos esa desigualdad con uñas y dientes. Porque estas noticias no son más que el caso extremo de una actitud global frente a los emigrantes. Esto es, no sólo perseguimos a los que no tienen papeles, sino que humillamos y explotamos a los que sí los tienen, y, por extensión, desdeñamos a todo aquel que no pertenezca a nuestra maldita isleta de poderosos. Un amigo mío mexicano, Gabriel Canales, dentista y artista plástico, llegó al aeropuerto de Madrid hace un par de semanas de camino hacia Zúrich. Como su pasaporte evidencia que viaja mucho, fue retirado de la cola de aduanas con muy malos modos e introducido en un cuartito. "¿Cómo es que tienes tanto dinero para viajar?", le preguntaron con desabrida suspicacia: una cuestión sin duda insólita que jamás le plantearían a un ejecutivo canadiense. Pero se ve que consideran que un latino no puede poseer dinero decentemente. "Soy dentista, llevo veinte años trabajando y he decidido tomarme unos meses sabáticos", respondió Gabriel. "¿No tienes un argumento mejor?", fue la grosera respuesta del español. Tres horas tuvo que soportar Gabriel el zafio desdén de ese cretino hasta poder pasar. Si un hombre culto y refinado como mi amigo, provisto de tarjetas de crédito, carnets profesionales y billetes de avión, es sometido a tal maltrato, ¿qué sucederá con la ecuatoriana sin estudios? Qué inmensa indefensión la de las Ritas.

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