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Loperismo

DE PASADAHabía, al menos, 30 periodistas. Lopera crea tanta expectación como un ministro recién nombrado de gira por provincias y, desde luego, más que los candidatos a las alcaldías andaluzas en su campaña por los barrios. Puede ser por los vetos. Esta temporada, como mínimo, ha vetado a cuatro. Es el dueño del dinero, el amo del Betis y, por lo que se ve, se siente también propietario de la información. Pero hay algo más abstracto que también domina, y que apuntala su poder: las técnicas escénicas. Durante su reunión con las peñas béticas desplegó recursos dramáticos, dignos de un aventajado alumno de la academia de Lee Strasberg, para remover al guerrero étnico que llevamos dentro (unos más que otros). Lopera controla su gestualidad y sus emociones hasta el extremo de ocultar aquellas que puede considerar contraproducentes. No ríe, o ríe tan poco que cuando lo hace produce escalofríos. En el salón del hotel sevillano donde se celebró el acto de reafirmación bética -con juramento de sangre del presidente: dijo una vez más que no le importaría morir por el Betis (ya salió el guerrero de marras)-, Lopera tenía muchos motivos para, al menos, sonreir de satisfacción viendo las aclamaciones de una masa (donde abundaban señores de cincuenta y tantos en adelante) entregada, enardecida y dispuesta allí mismo a depositar fondos para financiar la política de primas del club, si el jefe lo hubiese pedido. Pero la convocatoria no tenía un afán recaudatorio; todo lo contrario: Lopera negó la historia de incentivos al Llérida (sic) con una metáfora sobre el alicatado doméstico y la caja de bombones. Una de las técnicas escénicas básicas es la oratoria. No es Cicerón (todo puede andarse), pero raciona las palabrotas más que Cela. Cuando quiere enfatizar algo utiliza el único taco que se permite en las dosis justas. Cada coño de Lopera, que no es gratuito, genera convulsiones histéricas y cánticos, que apelan a la virilidad del jefe por sus dos razones de siempre (todavía nadie ha inventado nada más convincente que las loas a la entrepierna masculina como argumento definitivo). El presidente aguanta el tipo, contiene el rictus de vanidad (a ver cuántos pueden presumir de que montones de hombres alaben la misma entrepierna a voces) y serena los ánimos. Enciende y aplaca. Satisfecho de obtener, una vez más, el "visto nuevo (sic)" de sus guerreros étnicos. TEREIXA CONSTENLA

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