Realpolitik
Ahora que está a punto de acabar, ya puedo contar mi guerra de Kosovo. Al primero que me pidió una opinión le dije que lo principal era detener a los genocidas serbios y me mostré a favor de los bombardeos. Me contestó indignado que yo era un fascista porque nada puede justificar el asesinato de un inocente y la OTAN estaba matando a cientos de inocentes. "Tiene razón", pensé. Al siguiente amigo le argumenté que debían suspenderse los bombardeos para que no murieran más inocentes. Pero me dijo que yo era un comunista de derechas y un vaticanista, porque detener los bombardeos significaba condenar a muerte a todas las minorías étnicas del territorio serbio. "Estás enmascarando tu pulsión totalitaria con un manto de cordero", me recriminó. "Es cierto", pensé. Con el siguiente sólo pude murmurar dubitativo que no tenía un juicio acabado sobre la guerra y no sabía qué pensar. Me soltó que era un escapista, un alienado, un Poncio y que en realidad ocultaba mis intereses económicos ("occidentales", precisó) tras una cortina de sentido común y prudencia. "Es cierto", pensé. Al siguiente le confesé que tenía un juicio muy firme y meditado sobre el conflicto, pero que era asunto privado y no iba a decírselo a nadie. Me acusó de cobardía, de hipocresía, de inmadurez intelectual y sexual. "En este asunto no cabe esconderse, todos somos culpables", añadió con gesto heroico. "Es cierto", pensé. En el último encuentro con un amigo que me preguntó sobre la guerra repliqué: "¿Y qué opinas tú?". "Yo exijo que prohíban de inmediato el petróleo, la ópera y las máquinas de afeitar", dijo. "¿Quiénes?", dije. "¡Y yo qué sé! ¡No es asunto mío!", exclamó. "¡Exacto!", abundé. "¡Que los prohíban de una vez por todas!".
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