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Tribuna
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Rostros en cartel

Juan José Millás

UN PUNTO DIABÓLICODel mismo modo que un buen aficionado al bricolaje es capaz de introducir mejoras sorprendentes en su vivienda, por modesta que sea, Ruiz-Gallardón ha logrado alicatar su currículum, y hasta le ha puesto sauna. Así, sin dejar de ser hijo adoptivo de Fraga y yerno de Utrera de Molina, se ha hecho una fama de hombre culto y demócrata que provoca la consternación consecuente entre los suyos y la perplejidad inevitable entre los damnificados de las figuras paternas señaladas. Sin embargo, no ha podido cambiar de cara, no del todo al menos, pues mantiene, en esencia, los rasgos de empollón y chivato con los que salió del colegio para hacerse fiscal (qué, si no). Va demasiado limpio, en fin, como si necesitara ocultar algo sucio detrás ese cutis inmaculado en el que una simple espinilla causaría un escándalo insufrible. Y le tiene un miedo patológico al pelo de la cabeza, cuya atroz uniformidad parece el producto de una vigilancia permanente, cuando no de una permanente a secas. No se sabe de nadie que haya logrado imaginarse despeinado a Ruiz-Gallardón: hay cabezas que no dan pie. En cuanto a las cejas, anchas y pobladas, parece que son mantenidas a raya también, probablemente con la tijera de las uñas, para que ninguno de sus pelos se salga del conjunto y rompa la uniformidad desmesurada del conglomerado. Algunos de esos pelos, no obstante, especialmente los canosos, son rebeldes como alambres y a poco que su usuario se descuide podrían provocar una expresión de pánico en el arco superciliar. Ya veremos.

Pese a todo, no ha podido el fotógrafo borrar de este rostro tan convencional un matiz mefistofélico que se revela en algún punto de los ojos, ligeramente empañados, o en la comisura de la sonrisa, malignamente reprimida. Si ello fuera posible, diríamos que ese punto diabólico le viene del Leguina que lleva dentro. En cualquier caso, Ruiz-Gallardón está a punto de alcanzar esa edad en la que cada hombre es responsable de su rostro: quizá para entonces haya logrado introducir en su expresión las reformas de albañilería que ya figuran en su currículum. Suerte.

UN ROSTRO SIN RELIEVES Este hombre no anuncia Dodotis, aunque la tersura de su piel podría evocar las partes pudendas de un bebé. Tampoco vende cepillos de dientes ni viviendas, aunque podría hacerlo porque tiene una dentadura muy cuidada y una inmobiliaria muy rentable. Este hombre, pese a que podría haberse dedicado a otras cosas, se vende a sí mismo como aspirante para ocupar la alcaldía de la ciudad más sucia de Europa, las más ruidosa también, y las más perforada. Su rostro carece de relieves geográficos. No es que no tenga nariz, barbilla o boca, sino que ninguno de estos accidentes, incidentes más bien, destaca respecto a los demás en la búsqueda de un significado. Da la impresión de que su horizonte moral es la lisura: he aquí un rostro con vocación de nuca. Sólo si uno se empeñara en buscarle tres pies al gato, podríamos hablar de un ligerísimo estrabismo, una improbable asimetría ocular, que tampoco nos dice nada interesante acerca de él. Los colirios no han evitado que salga con los ojos un poco inyectados en sangre, pero no creemos que se deba a causas psicológicas. No alcanza tanta complejidad.

Aunque quizá estemos engañados: toda la neutralidad de este rostro se pone en cuestión cuando uno conoce su furor picapedrero. De hecho, ha prometido siete túneles más para cuando gane las elecciones. Si Álvarez del Manzano hubiera tenido subconsciente, se habría pasado la vida en un diván, taladrándose a sí mismo en busca de la violetera que todos llevamos dentro. Como no es así, ha sacado a la violetera del subconsciente de Madrid y la ha colocado en medio de la calle de Alcalá, como quien expone al público sin rubor los menudillos de la conciencia. Aparte de la manía excavatoria y estatuaria, no se le conocen otros vicios, aunque en sus años mozos ingresó por oposición en el Cuerpo de Inspectores Técnicos del Timbre, que no sabemos qué cosa pueda ser.

LÁGRIMAS DE TELENOVELA Cristina Almeida es presidenta del Partido Democrático de la Nueva Izquierda, o PDNI, que viene a ser lo mismo que tener un tío en Alcalá, de ahí que aparezca bajo las siglas del PSOE. Eso, y la necesidad compulsiva de Ferraz de meterle goles a Borrell, que en paz descanse, explica su aparición en esta foto, aunque antes estuvo en otra donde le habían sacado una textura de cadáver, de carne yerta, que hacía juego con las tendencias autodestructivas de este partido propiedad de Felipe González. Pero ya sabemos lo que pasa con las segundas partes: tampoco en este nuevo cartel ha resultado muy favorecida, no por nada, sino por la falta de intención del fotógrafo. O quizá por un exceso de esa clase de buenas intenciones que resultan tan útiles para empedrar el infierno. Cristina sonríe, sí, pero le han sacado una sonrisa típica, tópica, convencional, desprovista de carácter, una sonrisa, en fin, como de "buena persona". Digámoslo de una vez: una sonrisa de derechas. Por si fuera poco, el artista le ha colocado también en el párpado inferior del ojo izquierdo una lágrima a punto de derramarse. Observen cómo tiembla ese breve grumo transparente de agua y sal y díganme si no es una lágrima de telenovela. ¿Puede una telenovela ser de izquierdas?, nos preguntamos. Probablemente no, aunque quizá sí de Nueva Izquierda, no tenemos datos suficientes sobre este partido adosado circunstancialmente al PSOE.

Todo parece indicar, en fin, que han pretendido construir una Cristina Almeida próxima, familiar, normal, pero todos sabemos que no hay nada más raro que lo normal, de ahí el espanto que en algunos temperamentos puede producir esta foto. Cristina, que es consciente, se ha defendido de ello afirmando que lo importante es lo que lleva dentro. Ya hemos visto que Ruiz-Gallardón lleva un Leguina y Álvarez del Manzano una violetera. Pero no hemos logrado averiguar qué lleva esta mujer, aparte de un medidor de audiencia. A ver si lo enseña.

UNA PIEZA DE TERRACOTAEste rostro viene a demostrar que la naturaleza tiende al policultivo y que es la intervención del hombre la que tiende a convertirlo todo en una sola especie vegetal o animal, cuando no en un pensamiento único, de cuyos alrededores se arrancan, como malas hierbas, las opiniones que pongan en peligro lo establecido. Este hombre, en fin, tiene nariz y boca y ojos y cejas sin recortar. Y hasta pelos en las orejas, cuando ya hay unos aparatos especiales, a pilas, muy baratos, que te los arrancan sin dolor. Y no se ha maquillado las ojeras ni ha ordenado al laboratorio fotográfico que le hicieran un lifting que disimulara esas dos grietas carnales que parten de la comisura de los labios para crear en su rostro una zona meridional perfectamente diferenciada de las otras regiones. Puro policultivo, pues, que refleja la riqueza de pensamiento que hay al otro lado de la frente. Puede gustarnos o no, pero esa cara está respaldada por un proyecto ideológico hecho a mano, como una pieza de arcilla.

Curiosamente, el artista ha dado a la fotografía un tono sepia que en Morán evoca el color de la tierra, como si fuera un rostro de museo, una pieza de terracota, en cuyos surcos podría leerse una historia, una filosofía, una gramática, incluso un cálculo: hay mucho cálculo, si se fijan, en esa mirada que es cualquier cosa menos neutral. Nada que ver con su adversario a la alcadía, Álvarez del Manzano, cuyo rostro es puro monocultivo, ya que sólo se ha dejado crecer una neurona. Uno, que detesta las pajaritas, la acepta sin embargo en Morán porque en él no resulta un adorno hueco, sino un rasgo de coquetería, el único, que enriquece todo el conjunto. Pero si uno tuviera que elegir entre tantos y tan variados productos que ofrece esta cara, se quedaría con la cejas, y con las ya mencionadas travesuras capilares que emergen del oído, porque son, hormonas aparte, la expresión de una fuerza moral que no tiene nada que ver tampoco con la moral única. A ver qué pasa.

EL ESPEJO DEL ALMA He aquí un rostro sin concesiones a la galería, una mirada entre acogedora y distante, quizá un punto melancólica. El conjunto denota una austeridad razonable, sin asperezas ni desabrimientos. Los pendientes, minúsculos y lejanos, consiguen crear dos misteriosos focos de cortesía que suavizan, si ello fuera preciso, la firmeza del maxilar inferior, tan dibujado, o la agresividad de la nariz, cuyas aletas permanecen un poco dilatadas por el agobio de posar. Nos gustaría mucho saber cómo son los dientes y las encías de esta mujer, pero ella ha preferido salir con la boca cerrada, en un gesto de obstinación apenas mitigado por un proyecto de sonrisa. No parece que tenga ningún interés en resultar simpática. Es posible incluso que deteste a los políticos simpáticos y dado que eso no se puede decir, porque resultaría incorrecto, lo expresa de este modo. Observen ese peinado adusto, formando una masa oscura de enorme gravedad alrededor de la hermosa cabeza, e imagínenselo completamente suelto. Sería otra, sin duda, pero da la impresión de que está empeñada en ser ella. Cuando uno observa este cartel durante mucho rato, piensa que Inés Sabanés sería, al menos desde una perspectiva iconográfica, la compañera perfecta de Morán: tienen militancias diferentes, es cierto, pero los dos son dueños de una elegancia discreta y algo antigua, en el mejor sentido, que nos vendría muy bien en estos tiempos de Isabel Tocino.

Si fuera verdad que la cara es el espejo del alma, uno iría con esta mujer, si no hasta el fin del mundo, sí hasta Vallecas, para recibir una lección de aquellos asuntos, casi todos medio marginales, en los que al parecer es experta: educación, bienestar social, libertades, solidaridad, cultura, mujer, juventud, explotación infantil... ¿A quién se le ocurrió, por cierto, llamarla Inés, que rima con Sabanés? No es probable que esa gracia le haya hecho más fácil la existencia.

ESTUPOR EN LA MIRADA Observen el estupor, o quizá el susto, con el que este hombre nos mira. Da la impresión de que le ha sucedido algo grave y que está considerando la posibilidad de contárnoslo. Aunque tiene la boca cerrada, hay en ella un movimiento de apertura, una rendija por la que no podría entrar una mosca, pero de la que tampoco podría salir un mitin. No sabemos si Ángel Pérez da mítines. No nos lo imaginamos. El mitin exige un optimismo orgánico o biológico, y también un grado de inconsciencia del que este hombre no está dotado. Más que un político, parece un empleado de gestoría que cumple escrupulosamente su jornada laboral para luego, una vez en casa, estudiar astrología por correspondencia. Y quien dice astrología dice historia, matemáticas, física cuántica o química. La lucha de clases no necesita estudiarla porque ya se la sabe. De hecho, trabajó durante varios años como conductor del metro. Cuando se conoce este dato, se entiende mejor también la perplejidad o la tristeza con la que nos mira desde el cartel electoral. No se pueden hacer jornadas de ocho horas bajo tierra, profundizando inevitablemente en uno mismo a medida que se recorren los túneles, y permanecer inocente.

En otras palabras, que para viaje al corazón de las tinieblas, nada mejor que cuarenta horas semanales, incluso treinta y cinco, a bordo de la locomotora de un tren subterráneo, perforando la oscuridad en busca del andén iluminado con tubos de neón, en donde aparecen de súbito individuos de todas las categorías. En resumen, que Ángel Pérez mira a los votantes desde la oscuridad del túnel, preguntándose tal vez, como los Beatles, a dónde va toda esa gente solitaria. Queda por comentar el raro asunto de la barba ligeramente leninista, pero ya no cabe.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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