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Preprimarias XAVIER BRU DE SALA

Debería discutirse en las municipales sobre los asuntos que conciernen a la localidad, sus problemas, sus servicios, sus proyectos, y decidir en función de las propuestas concretas, así como de su credibilidad y de la capacidad de los candidatos y los equipos que se presentan. Pero a muchos ciudadanos, singularmente a los más politizados, les resulta difícil despojarse de los harapos en los que se han convertido lo que un día fueron suntuosos ropajes ideológicos. Sin embargo, a los candidatos les encanta hablar entre ellos de sus asuntos, de las especificidades de su mundillo, de la misma forma endogámica en que los abogados o los escritores se refieren a los suyos cuando no hay forasteros a la vista, sin tener en cuenta que la política concierne a la sociedad en una medida mucho mayor que la abogacía o la literatura. De modo que o bien es una ingenuidad aspirar a unas municipales municipalizadas -más utópicas cuanto mayor es el municipio-, o bien los políticos prefieren apelar a generalidades y a adhesiones ideológico-sentimentales antes que enfrentarse sin tapujos a los problemas de la vida municipal. Más confesada que justificada la incapacidad para ser consecuente con el principio expresado de apego al terreno, dedicaré la mayor parte de este artículo a la situación política general. Aunque a partir de una tesis. Las próximas elecciones tienen un carácter de preprimarias. Como si la vida municipal, o incluso Europa, importaran poco, se van a medir en ellas las tendencias con vistas a las próximas convocatorias. En qué medida subirá el PP y a qué distancia le sigue el PSOE. Si CiU acentúa o frena su ligero declive. Si los socialistas van al alza o a la baja. Si los pequeños aguantan o retroceden. En España, van a leerse en clave de primarias. En Cataluña, donde la política tiene cuatro puntos cardinales en vez de dos, la clave es de preprimarias. Si ahora en Barcelona y en otoño en las autonómicas los resultados se parecen a las previsiones, los cambios que puedan producirse tendrán lugar o no en función de las generales siguientes. Así, pueden muy bien salir sendas imágenes que, siendo dinámicas en ellas mismas, queden congeladas hasta saber qué pasa en el conjunto de España. Si CiU y el PP sumaran mayoría absoluta en la capital catalana -la última vez les fue de unos mil votos-, es bastante probable que Aznar prefiriera no desairar a Pujol apoyando a Molins, sobre todo si las cosas le van medianamente bien el 13 de junio. El mismo Pujol intentaría por todos los medios a su alcance que no se produjera cambio alguno por lo menos hasta después de sus elecciones, puesto que nada le perjudicaría más que descabalgar a un Joan Clos vencedor. Y, visto desde el otro lado, nada estimularía más al tándem Maragall-PSC contra Pujol que haber perdido su gran bastión en Cataluña. Preprimarias, pues, sin efectos notables sobre la distribución del poder hasta las elecciones generales. Tres cuartos de lo mismo en otoño. Si en las posteriores generales al PP le faltan media docena de escaños para la mayoría absoluta, se acabó Pujol, a menos que disponga de una alianza alternativa, hoy por hoy no prevista en los sondeos, para formar una mayoría estable. En cambio, si a Aznar le falta una docena completa, Pujol podría mandar en el próximo cuatrienio bastante más que en la época de sus mayorías absolutas. Irónicamente, el estrellato o el calvario final del campeón de la estabilidad y la alternancia en España dependería entonces de cinco diputados arriba o abajo en el Congreso español. Y de rebote, el consistorio barcelonés, con los socialistas descabalgados o cautivos (a saber qué es peor). En el mundo del fútbol, un error o un golpe de suerte valen un gol, incluso un partido, no cien. En el de la política, un imponderable mínimo lleva a la gloria o cuesta el fin de una carrera, el triunfo o la debacle, por lo que no es prudente tomar este tipo de especulaciones cum grano salis. Es más, a veces el imponderable fatal es un exceso de cálculo de más de un político con suerte, que acaba, a veces porque ya empieza, confundiéndola con una inteligencia capaz de sobreponerse a los avatares de la actividad humana más aleatoria, de controlar a placer su intrínseca volatilidad. Algo parecido sucede con los electores. Pueden dividirse, a los efectos de lo que aquí se trata, en dos bloques. El mayor, compuesto por los que suelen votar a los suyos, con pocas infidelidades, más resignados que entusiastas. Y el menor, que es el que decanta, formado por aquellos que van dando tumbos y se comportan de modo variable, obedeciendo a pautas secundarias, a razonamientos tan alambicados que a menudo les conducen a votar o abstenerse contra sus preferencias o intereses reales. Tratándose de municipales es mejor, pues, imitar a los primeros y no a los últimos, entre los que me encuentro, y esforzarse por votar en clave municipal. Por si acaso luego las cuentas salen al revés.

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