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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El chamán de la risa benéfica JORDI PUNTÍ

Desde hace algo más de un mes, cada lunes por la noche, alrededor de las diez y media, en la sala Luz de Gas se produce una aparición. Todo está oscuro; suenan cuatro compases de una canción y de repente, como llegada de la nada, una luz cenital en el escenario descubre la figura larga y hierática, negra como la oscuridad envolvente, del humorista Eugenio. Incorruptible a pesar de los años -más de 20 desde que se dio a conocer-, el humorista luce la misma barba espesa, el mismo atuendo lúgubre, las mismas gafas enormes y degradées tras las cuales se parapeta su timidez. Sin decir nada, se sienta en un taburete, mira levemente al público y luego inicia su ritual, por todos conocido y esperado: sorbe un poco de naranjada, enciende un pitillo -el primero de una larga serie, destinados todos a enrarecer todavía más el ambiente con bocanadas y bocanadas de humo- y carraspea. Es así de sencillo: cuando su voz profunda se abre paso, algunos ya sonríen, después sólo tiene que decir las palabras mágicas para que los demás también se entreguen: "Buenas noches, señoras y señores, el saben aquel que diu...". Lo que se desata a continuación, durante cerca de una hora, son chistes y más chistes, y risas, también muchas risas. A mí, esa voz oída de nuevo al cabo de tantos años, 15 por lo menos, me retrotrae por momentos a la adolescencia, a esos días en que me encandilaban los expositores oxidados de cintas de casete que había en las gasolineras, en las áreas de servicio de las autopistas o en los bares castizos de mi pueblo. Cintas de Fausto Papetti y su orquesta, de Rumba 3, de Arévalo, de los Pecos. Cintas ful de los Abba o de Albert Hammond (Nunca llueve en el sur de California...), con fotos borrosas y faltas de ortografía en la portada. Y cintas, cómo no, de Eugenio, con un sinfín de chistes escuchados cientos de veces. Incluso en la radio ponían los grandes éxitos del humorista más serio: el del colom Amadeu, el de la ensaladilla rusa, el del bote de pintura y la autopista. Entonces, cuando me acuerdo de aquellas cintas de casete y le veo arriba en el escenario, me río por dentro y por fuera (aunque por motivos distintos) y me da por pensar que Eugenio podría ser un chamán de la risa benéfica, alguien ajeno a este mundo, que vive muy lejos de nosotros y con su voz grave y pausada infunde un poco de algarabía a nuestras vidas de lunes por la noche. Todo chamán tiene su método, así que mientras me río sólo por fuera me dedico a analizarlo. No quisiera adoptar aires de crítico, pero me da en la nariz que todo su sistema se basa en un perfecto equilibrio entre forma y contenido, entre la historia que se cuenta y cómo es contada -que, dicho sea de paso, los críticos confirman que es el gran dilema, el gran tema de la literatura-. El humorista impávido posee algo tan escaso como el instinto fabulador, y lo aplica con rigor a su arte. Todos sabemos contar chistes, pero muy pocos los cuentan bien o muy bien. Eugenio tiene perfectamente meditado el repertorio que va a ofrecer -el contenido de su espectáculo-: sabe que después de una broma de largo recorrido tiene que venir una batería de chistes breves, de aquellos que se cazan al instante o ya no se cazan, has perdido tu oportunidad; que tras el chiste ingenioso -casi para iniciados- llega el turno del vulgarillo y facilón, para que nadie se sienta desplazado: se soporta mal la broma no entendida, se censura con la mirada la carcajada a destiempo. El público atiende en silencio; tras cinco o seis segundos de risa dosificada, a veces con leves conatos de aplausos, bebe un poco y espera la nueva ocurrencia. A mi lado, un chico aprovecha para tomar apuntes en un cuaderno porque es consciente de que después no se va a acordar de nada. En cuanto a la forma, uno se da cuenta de que Eugenio controla como un rapsoda el tempo que reclama cada chiste; sabe cuándo tiene que hacer la pausa a medio contar para que la señorona del fondo, la del pañuelo Loewe y risa histérica, chille exageradamente -una manera de destacar- mientras su marido, de americana cruzada (y botones dorados), enrojece de vergüenza en la penumbra, o para que el chico espabilado comente a media voz con sus colegas que ése "ya lo sabía". También tiene recursos de sabio, un chamán. Si al terminar un chiste no se ríe nadie, él subraya el silencio acusador con un: "Pues éste es mi preferido". Pasan los minutos y la exhibición está por terminar. El humorista luctuoso anuncia que nos va a contar su última ocurrencia. Murmullos y silbidos, aplausos. Lo cuenta y se levanta. Entre carcajadas desaparece del escenario y la gente le pide un bis; los fans más acérrimos patean el suelo. Los ruegos son atendidos y el chamán nos concede unos minutos más, el tiempo de fumarse un pitillo. Entonces alguien levanta la voz para pedirle sus viejos éxitos, palabras llenas de polvo, y él accede porque es el chamán de la risa benéfica. Cuando las escucho de nuevo, cuando escucho esas historias narradas con las mismas inflexiones de voz, los mismos ademanes de 15 años atrás, me descubro de nuevo en alguna gasolinera perdida, haciendo rodar uno de esos expositores oxidados, y sé que va a ser siempre así. Quizá por eso, cuando salgo a la calle, soy incapaz de recordar ni uno solo de sus chistes.

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