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DÍAS EXTRAÑOS Enrique Badosa RAMÓN DE ESPAÑA

Se acerca el verano y soy consciente de que no tardaré mucho en enfrentarme a la misma situación humillante de cada año. Consiste en que subo por la Rambla de Catalunya, sudando como un gorrino, rodeado de gente en camiseta y pantalón corto, cuando me cruzo con Enrique Badosa, correctamente vestido (aunque sin llegar a los excesos de Pere Gimferrer), luciendo su aspecto habitual de hombre que acaba de salir de la ducha y de rociar sus mejillas con un chorro de colonia Old Spice. Cruzamos unas cuantas palabras amables, intento no levantar los brazos para que no se vean los afluentes del lago Leman que se me han instalado en los sobacos, nos despedimos con más palabras amables y me quedo un rato viéndole caminar ausente a la vulgaridad que le rodea, envuelto en ese halo de limpieza y pulcritud. A estas alturas, una vez más, mi autoestima está por los suelos. Hace unos días se celebró en el Colegio de Periodistas un homenaje a Enrique Badosa, el poeta isotérmico, que no ha suscitado gran interés en la prensa. Es como si su fama de hombre discreto contribuyera al silencio en torno a su persona. Se sabe que fue compañero generacional de Jaime Gil de Biedma y de Carlos Barral, pero ha pasado a la historia (de la poesía y de la ciudad) como alguien que mantuvo voluntariamente un perfil bajo, alquien que no incurrió en los excesos dipsómanos de sus célebres coetáneos, alguien que no se significó políticamente y que cuando se aburría emigraba a ese país que motivó su más notorio poemario, Mapa de Grecia. Enrique Badosa ya era un hombre tranquilo cuando le conocí, a mediados de los ochenta, en la redacción de El Noticiero Universal, donde, gracias a los buenos oficios de mi amigo Sergio Vila-San Juan, yo ejercía de jefe de la sección de espectáculos. Ser un hombre tranquilo en el Noti requería mucha sangre fría y una paciencia digna del santo Job, pues el diario de marras caminaba, lenta pero decididamente, hacia la catástrofe. Digámoslo claro: aquello era un caos. El director se pasaba la vida encerrado en su despacho, de donde emergía a veces chorreando colonia y con la mirada perdida (un redactor inspirado, cuyo nombre obviaré, pues pasa hoy día por persona respetable, no dudó una noche en descolgar de la puerta del ascensor el letrero de "no funciona" para colgarlo en la del despacho del señor director). Un provecto escriba de noble pasado literario desplegaba sobre su mesa una serie de fotos familiares que, supongo, le daban seguridad. Otro redactor, harto de que le robaran su silla favorita, la ataba a la mesa con un candado antes de irse a casa. Quien esto firma, junto a otros compañeros, participó una noche de borrachera en el lanzamiento de máquinas de escribir a las papeleras... En este ambiente de manicomio, Enrique Badosa mantenía la calma y no eran pocos los días que se presentaba en la redacción con pajarita. Los miembros más encallecidos de la redacción le consideraban un cursi, pero supongo que ése es el precio que se paga por ser amable, correcto y esquivar los tacos en la conversación. Ajeno a la vulgaridad ambiental, Badosa apareció un día con una botella de Moet & Chandon bajo el brazo. Con una discreta sonrisa me dijo: "He quedado a cenar con una dama y ya sabes, amigo Ramón, que no hay nada como el champagne para el amor". Acto seguido se oyó un ruido de algo cayéndose al suelo, alguien gritó "¡Me cago en la puta!" y se produjo un coro de risas brutales. Badosa arqueó una ceja fatalistamente y se dirigió hacia su mesa, dispuesto a escribir un artículo cultural junto al hombre de las fotos enmarcadas y el redactor de la cadena en la silla. En un mundo de tíos y tías, Badosa ocupaba una parcela llena de damas y caballeros. Mientras los demás bebíamos whisky en garitos oscuros y tratábamos de ligar con lo primero que no tuviera joroba, Enrique bebía champagne a sorbitos con alguna aristócrata rusa. Creí que se deprimiría cuando se hundió el Noti, pero si fue así nunca lo demostró. Siguió escribiendo poemas y deambulando por el Eixample barcelonés mientras su mente recorría, una vez más, el mapa de Grecia.

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