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La tarta

MARTA SANTOS Llevamos unas cuantas décadas escuchando eso del "reparto de la tarta" con lo que, se supone, nos quieren decir que habrá guindas para todos. Luego pasa lo que pasa, que el bizcocho se lo queda el de la corbata y los demás, hale, a recoger las miguitas que van cayendo al suelo. Luego dicen que la izquierda está en crisis. Cómo no va a estar, la pobre, con esta gente que se pasa el día hablando de tartas y alfileres, mientras los de enfrente siguen encastillados en los grilletes del capitalismo, cuando ahora el capitalismo ya no nos ata con cadenas, sino con espumillón navideño, que duele menos y queda muy mono. El problema de la tarta no es su repartición, sino su fabricación. El emblemático y lúcido Julio Cortázar dijo aquello de "hay quizás una salida, pero esa salida debería conducir a una entrada". Cualquier progre con camiseta del Che convertido en un muñeco tiene muy claro que quiere que paren el mundo para apearse. Pero no se les suele ocurrir plantearse qué se van a tropezar en el andén. Entonces vociferan "¡la tarta, la tarta! ¡a repartir la tarta!" ¿Para qué quieres repartirla si, por lo general, no hay quien la digiera y además esto de los postres va en gustos? A mí me encanta la nata, pero hay gente que la aborrece, del mismo modo en que a mí el merengue me empalaga y otros lo untan con pan. El hojaldre me parece repugnante y, aparte de su sabor, podría ser una perfecta metáfora de la cosa esta del politiqueo y la economía; un pastel de milhojas donde cada oblea va encima de otra y siempre hay una que está arriba del todo coronada por un ramillete de menta. Lamento ponerme tan elitista como Lenin, pero estoy convencida de que para fabricar una tarta mínimamente digna hace falta un maestro pastelero que siga atentamente la receta y no se deje llevar por las espátulas de los aprendices que dicen "no, que son seis huevos" o "echa más harina, hombre, por favor". Supongo que los errores históricos deben servir para aprender de ellos; por eso pienso que la democracia de Allende fracasó, a nivel económico, porque un montón de turroneros aficionados se metieron en una reunión interminable a discutir si la tableta llevaba una, siete o noventa almendras. Mientras tanto, los almendrucos se cayeron del árbol y se quedaron muertos de la risa en el suelo. Entre eso y las chinchetas que la CIA ponía en las carreteras para que los camiones de abastecimiento no pudiesen recorrer el país, se armó el cisco, que fue culminado por -algunos dicen- una decisión ilógica de Allende, que no convocó al pueblo el 11 de septiembre a salir a la calle porque "habría miles de muertos". Es que los iba a haber igual, joder. Creo que las revoluciones se deben emprender para ganarlas y no me creo nada la épica de los perdedores y la ética del clochard y eso de "qué buenos somos, que siempre nos dan de leches". Creo que uno de los grandes defectos del comunismo es su conexión con la ética cristiana; para percibirlo no hace falta más que leer a Negri, que me encanta, pero tiene al pueblo por las nubes, como si el pueblo fuese angelical: se le debe olvidar que Hitler ganó en elecciones. O echarle un vistazo al maoísmo italiano, que tenía un tufillo místico que me recuerda a una frase bíblica que aborrezco: "Antes pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos". Eso viene a significar que te conformes con tu miseria, económica o vital, porque eso te elevará al sagrado patronato de los mártires y te permitirá morir en la selva boliviana para que, treinta años después, los turistas hagan la ruta de San Ernesto de la Higuera. El problema de esa izquierda judaica suele ser la resignación, que está entroncada con la debilidad y la falta de conciencia de que toda lucha, política o vital, es una carrera de resistencia en la que es imprescindible la amoralidad, que no la inmoralidad. En definitiva, que el único modo de que la tarta se reparta es dejar de soñar con que venga el giro social o el Rey Arturo o Jesucristo Superstar a sacarnos las castañas del fuego. A mí me daba por entrar en la cocina, mezclar pan viejo con leche y pasas y meterlo en el horno. Saliese lo que saliese, yo me lo comía. Al que no le guste, que fabrique su propio pastel.

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