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La Constitución de plastilina

Desde su promulgación, en 1978, ha sido doctrina proclamada que la Constitución era ambigua, sobre todo en materia autonómica, y que con ella se podían hacer muchos y hasta extremosos ejercicios de acomodación; el famoso Título VIII, tan denostado y tan alabado. En mi opinión la Constitución no era ambigua, sino permisiva; en vez de imponer un modelo permitía servirse, en materia autonómica, casi a la carta, hasta el punto de que en algún territorio se podría proclamar, como en efecto se intentó, el criterio de la no autonomía.Lo que la Constitución, con su permisividad, no pudo imponer, fue un criterio homogéneo de diversidad territorial; la gente es así: algunos quieren aprovechar la autonomía para ser distintos; otros, por extraño que parezca, para ser iguales. Y en ese choque de voluntades de distinción y equiparación radica el problema político más agudo que en el orden territorial tenemos en España. Donde, por lo demás, el patriotismo digamos patriotero no tiene mucha vigencia, a pesar de que algunos lo invocan para encontrar un enemigo cómodo, el maniqueo añorado; pero sí el horror a la diversidad, que está profundamente arraigado, y nutrido por ese sentir de emulación o desconfianza que no se agota, y que está presente en las políticas autonómicas que se ejecutan y, sobre todo, se proclaman, desde las autonomías. Descentralicemos la sanidad, por ejemplo; pero de modo que todos los médicos cobren lo mismo en los sistemas públicos resultantes de esa descentralización; al menos, eso es lo que quieren muchos médicos. La compaginación de ambas tendencias se llama solución federal, al menos funcionalmente. Y es que los unos no dejan de mirarse en los otros, unos para ser distintos, otros para ser iguales.

Pero, claro, está la Constitución, que, por supuesto, es modificable, pero, en lo que importa, de manera harto ardua. La Constitución, en estas cuestiones, es rígida al cambio y flexible (yo prefiero decir permisiva) en cuanto al contenido. Y aquí la imaginación echa a volar.

Si bien se recuerda, cuando se hicieron los primeros Estatutos (el vasco, el catalán y el gallego), se trató de sacar a la Constitución todo el jugo autonómico; no digo yo que el Estado central fuera exprimido hasta el límite de lo posible, el prensado mecánico no es absoluto. Como los demás Estatutos fueron copia, al final hemos creado, aunque aún no totalmente aplicado, el Estado más descentralizado de Europa, y uno de los que más en el ancho mundo.

Y aquí viene el uso ambiguo (éste sí) de la Constitución. Para algunos es la Constitución bloque granítico; incluso hablamos de "bloque constitucional". Pero la discusión se traslada a otro lugar: ¿es un bloque granítico o un bloque de plastilina, donde toda solución tiene su asiento? Algunos hablan de Constitución como tabla de salvación; otros hablan de ella como una sustancia indefinidamente moldeable, donde todo cabe. Según esto, habríamos alcanzado el cenit de la posmodernidad política; el predominio absoluto, si así puede decirse, de la relatividad y la levedad; lo mismo podemos hacer un rinoceronte que una catedral gótica; maravillas de las lecturas múltiples, como si la lectura diera todo o nada, o pudiera atribuir al significante Constitución cualquier significado, o sea la ausencia total de significado.

Pero la Constitución existe, y tiene su significado; quizá la discusión habría de hacerse a la inversa: fijemos el significado constitucional mínimo. Para ello hay distintos procedimientos, pero hay uno que me parece más fácil de operar: tendrá que existir, al menos, el Estado mínimo que le permita cumplir con las funciones que le asigna la propia Constitución; por ejemplo en materia de derechos fundamentales; el Estado tendrá que tener los mecanismos institucionales adecuados para hacer valer el derecho a la no discriminación del artículo 14. Y así podríamos seguir. Cambiemos la óptica de lo que es transmisible o traspasable a lo que es imprescindible para que la Constitución no sea papel mojado en ninguno de sus núcleos duros.

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