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Sonámbulo

Existe una ciudad que sólo yo conozco, un Madrid virtual donde pasean muchas noches mis sueños desde la infancia, una ciudad sonámbula que emerge a la vuelta de una esquina calcada de la realidad para dar más consistencia y credibilidad al embeleco. Calles, plazas, iglesias, mercados y edificios de aire oficial y oficinesco que no debían estar ahí, que en realidad no están en ninguna parte. Y lo sé porque los he buscado en horas de vigilia, orientado por vagos detalles, retazos del mundo real que se cuelan de rondón en esta topografía onírica y caprichosa.Uno de los barrios que más visito en esta ciudad que acoge mis sueños cuando le da la gana, debería estar al oeste de la urbe material, porque yo suelo acceder a él bajando desde la plaza de España por la cuesta de San Vicente y torciendo a la derecha antes de llegar a la estación del Norte, a través de lo que en horas de vigilia es el paseo del Rey y en las otras suele transformarse en una calle larga y algo angosta, sombría como el resto de una zona que sólo he visitado bajo la luz incierta de un fantasmal crepúsculo. Sé que no es de noche porque nunca percibo farolas o ventanas encendidas, podrían ser esos minutos previos al amanecer cuando hasta las ciudades más materialistas y desalmadas destilan una atmósfera de irrealidad que las redime.

El hecho de que a lo largo de mis innumerables paseos nunca me haya cruzado con nadie, podría avalar la hipótesis de la amanecida, subrayada también por el voraz silencio que engulle el eco de mis pasos sobre sus aceras. Ni una sombra, ni una voz... ni un coche. Este último detalle desbarata definitivamente cualquier cálculo horario, en cualquier ciudad, a cualquier hora y por todas partes hay coches y aquí no los hay.

En este escenario creado a la medida de mis solitarias excursiones, aparece un reloj, está situado en la fachada de un imponente edificio de ladrillo que preside una plaza oval y con amplios soportales en la que me gusta detenerme. Por su empaque y por el detalle del reloj barrunto que se trata de un edificio público, por lo que he podido ver hasta hoy el más importante de la ciudad fantasma. Mi yo en el mundo onírico nunca se ha molestado en mirar la hora que debe figurar en esa esfera. Aunque no le conozco muy bien (todavía me sorprenden algunas actitudes suyas) mi álter ego es un ente aturdido y errático, cuando no patético y ridículo, y aún no he conseguido que me escuche cuando trato de darle instrucciones desde esa misteriosa tierra de nadie en la que se funden la vigilia y el sueño. Quizá se hace el sordo porque no perdona, yo tampoco me lo perdono, que le haya interrumpido tantas veces en sus mejores momentos, cuando estaba a punto de gozar de las delicias de esos paraísos terrenales que sólo existen en su territorio. Esos sueños que no se recuperan como suelen hacer las pesadillas, inmunes incluso al cigarrillo que encendemos en la oscuridad para espantarlas antes de cerrar los ojos de nuevo. Bien mirado, comprendo que mi sosia tampoco tenga un concepto muy elevado de mí.

Pese a la incomunicación siempre recibo con placer los fragmentarios despojos de estas excursiones, retazos con los que trato de hilvanar un burdo croquis de la ciudad inabarcable. Una ciudad que era mía, al menos eso pensábamos cada uno por su lado mi álter ego y yo, hasta que en la última visita nos topamos con algunos indicios inquietantes, intrusiones imprevistas de realidad pura y dura. Con su aturdimiento habitual el otro tropezó con un obstáculo en su camino y dimos con nuestros huesos en el suelo.

Les aseguro que aún me duele la rodilla pero más me dolió comprobar, estupefacto, que el obstáculo era la valla metálica de una obra, alguien había empezado a excavar una zanja que, como informaba un visible cartel, formaba parte de la construcción de un aparcamiento subterráneo municipal.

Unos metros más allá, una ostensible pancarta confirmaba mis fatídicos augurios con su mensaje: "Estamos construyendo la ciudad de sus sueños". Firmaba y rubricaba con su escudo esta declaración de pesadilla que me mantiene desvelado el Ayuntamiento de Madrid, al que pienso demandar por invadir una propiedad privada.

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