Sensacionalismo
EN LAS ranas , Aristófanes hace decir a Eurípides: "He hecho el drama democrático; he escenificado la vida de cada día, la manera en que vivimos". Hace más de 2.300 años que los escritores griegos descubrieron que casi todos los acontecimientos tienen una dimensión humana. El periodismo, un oficio mucho más joven y de territorio impreciso, ha intentado con distinta fortuna aproximar aquel hecho a audiencias indiscriminadas. Pero en el camino se ha topado, se topa cada vez más, con la máxima perversión de la idea clásica: el sensacionalismo.El creciente tirón del amarillismo informativo no es una degradación confinada a sociedades poco instruidas o a países desvertebrados. Por el contrario, coincide con una época de grandes medios materiales y de libertad sin precedentes. La atracción por el escándalo en sí mismo, su mercantilización, florece en las democracias occidentales avanzadas y alcanza a periódicos que gozaron fama de respetables, y que aún tratan de mantener esa apariencia, infestados como están por el mal del amarillismo. Nos recuerda a los periodistas, si fuera necesario, que la libertad no inmuniza frente a la manipulación, la mentira o el empleo de la palabra como invasor abusivo de la privacidad ajena.
El sensacionalismo no se alimenta sólo de sexo o violencia, por más que la audiovisualización imparable haya privilegiado estos dos ingredientes. La lucha por el poder político o económico atizan por igual la caldera de la intromisión inmisericorde en las vidas personales. Todo vale para transformar en inquisidores a periódicos y periodistas. Mario Vargas Llosa sostenía en el artículo por el que recibió ayer el Premio Ortega y Gasset de 1999, Nuevas inquisiciones, que la causa última de esta alarmante apuesta informativa es la banalización de la cultura imperante, un hecho contra el que el escritor no encuentra cura.
En las escuelas de periodismo se enseña que la prensa libre justifica su existencia en términos de imperativos morales. Desde aquí queremos creer -y apostamos por ello- que en nuestra sociedad de comunicación global instantánea, sometida a un embate incesante de estímulos imposibles de clasificar y digerir, todavía es posible un compromiso cotidiano con la libertad y la verdad. Que haga de los periódicos, a pesar de sus errores, instrumentos de convivencia creíbles y relegue el amarillismo a moda pasajera o a marca de fábrica para uso de adeptos.
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