Mientras Europa dormía
Lejos de los sufrimientos y angustias del escenario bélico, la intervención militar de la OTAN en los Balcanes plantea dudas políticas y dilemas morales imposibles de resolver -con buena fe y conocimiento de causa- sin despejar previamente otras interrogantes. ¿Quién toma las decisiones en el teatro de la guerra? ¿Cómo y cuándo se adoptan? ¿Sobre qué datos? ¿Desde qué criterios y valores? ¿Cuáles son los fines declarados y los propósitos, las consecuencias deseadas y los efectos no intencionados de las operaciones en curso? Aunque esas preguntas carezcan todavía de respuesta, es probable que antes o después reciban contestaciones concluyentes: la pasión de los políticos por el secreto tiene como excepción la democrática cortesía de algunos protagonistas de acontecimientos históricos dispuestos a dejar testimonio de sus actuaciones. Así ha ocurrido con el embajador Richard Holbrooke, un curtido funcionario del servicio exterior americano con treinta y cinco años de experiencia en tres continentes (se estrenó en Vietnam y trabajó luego con Avel Harriman y Cyrus Vance en las primeras negociaciones con Hanoi) a quien Clinton confió en 1995 la búsqueda de una salida al terrible drama -250.000 muertos y dos millones de refugiados- de la antigua Yugoslavia; tras cuatro años de guerra civil despiadada, la matanza de Srebrenica y el cerco de Sarajevo empujaban a Bosnia hacia el abismo. Recientemente traducidas al castellano con prólogo de Felipe González, las memorias del ex embajador en Alemania y subsecretario de Estado para Canadá y Europa entre 1994 y 1996 (Para acabar una guerra, Biblioteca Nueva / Política Exterior, 1999) contienen una información abrumadora sobre el conflicto de los Balcanes; el autor no lamenta más interferencia administrativa que la prohibición de reproducir literalmente su mensaje del 2 de octubre de 1995 al presidente Clinton.El testimonio de Holbrooke ofrece el interés añadido de que su material histórico está emparentado con la actualidad: el manuscrito fue entregado a la imprenta en abril de 1998, poco después de los enfrentamientos de marzo entre ciudadanos albanokosovares y fuerzas serbias. "Siempre habíamos considerado que Kosovo era el polvorín de la región: la largamente temida crisis de Kosovo había sido pospuesta, no evitada". La obra cubre las semanas transcurridas entre los bombardeos de la OTAN sobre instalaciones serbobosnias iniciados el 2 de agosto de 1995 y el tratado de paz firmado el 21 de noviembre en Dayton por los presidentes de Serbia, Croacia y Bosnia-Herzegovina. Aunque el arranque de las negociaciones se vio acompañado del alto el fuego declarado por la OTAN el 14 de septiembre, la ofensiva terrestre paralela de las fuerzas croatas sobre la Krajina y Eslavonia oriental fue alentada bajo cuerda, durante semanas, por Holbrooke ("no podemos decirlo públicamente, pero, por favor, tomen Sanski Most, Prijedor y Bosanski Novi... antes de que los serbios se reagrupen"). El embajador americano levanta acta del éxodo de cien mil serbobosnios causado por los avances militares y denuncia el empleo por los croatas de procedimientos de limpieza étnica similares a los aplicados por sus adversarios; el "profundo odio" del presidente Tudjman hacia los bosnios musulmanes y su "sueño de unir a todos los croatas en un país bajo una bandera" hizo temer a Holbrooke la repetición en la Bosnia de 1995 del "guión Stalin-Hitler" de reparto de Polonia en 1939.
Para acabar una guerra narra con minuciosidad y pasión el proceso que llevó a Slobodan Milosevic, en su doble papel de presidente de Serbia y representante de la República Srpska de Pale, a aceptar la independencia, la unidad y la soberanía de Bosnia-Herzegovina bajo la vigilancia de 60.000 soldados extranjeros. Recluido voluntariamente durante veintiún días con Franjo Tudjman y Alija Izetbegovic en la base aérea de Wright-Patterson de Ohio ("queríamos que viesen este símbolo del poder físico de EE UU"), el dirigente serbio desempeña el papel estelar del drama; en innumerables almuerzos y cenas, veladas nocturnas empapadas de whisky y largos paseos, el embajador Holbrooke va tejiendo con el presidente Milosevic (que había trabajado varios años en Nueva York) la trama de unos arreglos complejos y difíciles. La Administración de Clinton se encargaría de imponer después a las demás partes (bosnios musulmanes, croatas y serbobosnios) esos criterios. La firma por Radovan Karadzic en Belgrado de un documento de redacción estadounidense que sólo obligaba a la República Srpska ilustra esos resolutivos métodos; un estilo diplomático -comenta Holbrooke- sin precedentes, pero que "se ajustaba perfectamente a nuestras necesidades". En última instancia, croatas y bosnios "querían que EE UU les dijera lo que tenían que hacer": si líderes como Tudjman e Izetbegovic "necesitaban un control externo para evitar su autodestrucción", Karadzic y Mdalic "sólo respetaban la fuerza o la amenaza clara y creíble de utilizarla".
Seguramente la decisión tomada el 23 de marzo por la OTAN de bombardear Serbia tuvo en cuenta esos antecedentes y se dejó tentar por las analogías: si los mortíferos vuelos del verano de 1995 habían obligado a Milosevic a ceder en Bosnia y a firmar el acuerdo de Dayton, su repetición en 1999 le forzaría a negociar sobre Kosovo y a ratificar el acuerdo de Rambouillet. Pero los hechos han demostrado que no es lo mismo atacar Belgrado que castigar Pale, ametrallar a fuerzas regulares y población civil de la Federación Yugoslava que destruir tropas irregulares serbobosnias. El grave error de pronóstico de unas operaciones que parecían dar por descontada la inmediata rendición de Milosevic autoriza a dudar de la eficacia universal del método Holbrooke para resolver conflictos en los Balcanes.
En 1995, la Administración de Clinton había llegado a la conclusión de que los europeos no podían pacificar la antigua Yugoslavia. Como el padre impaciente que arrebata los juguetes a los niños por su torpeza para manejarlos, Estados Unidos resolvió marginar de las decisiones sobre los Balcanes a las Naciones Unidas, a la Unión Europea, al Grupo de Contacto y al Consejo de Ministros de la Alianza Atlántica. El embajador Holbrooke expone con franqueza y desenvoltura -negro sobre blanco- esa estrategia y la justifica con el ejemplo de un conflicto posterior entre Grecia y Turquía: "Mientras el presidente Clinton y nuestro equipo estaban al teléfono con Atenas y con Ankara, los europeos pasaban la noche durmiendo".
Los políticos y altos funcionarios europeos son descritos como gente suspicaz, irresoluta y perezosa a la que Estados Unidos debe soportar sin darle beligerancia; el problema queda "perfectamente descrito" en la burlona contestación de Henry Kissinger a la sugerencia de consultar un asunto con los socios transatlánticos: "¿Y cuál es el teléfono de Europa"? El Grupo de Contacto (Alemania, Gran Bretaña, Francia y Rusia) "es siempre un misterio: no podemos vivir sin él, pero tampoco con él". Un diplomático francés
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devuelve sus desprecios al embajador americano con un cruel retrato de Holbrooke: "Halaga, miente, humilla: es una especie de Mazarino brutal y esquizofrénico".
Willy Claes, secretario general de la OTAN en agosto de 1995, es elogiado de pasada por haber puesto en marcha una "maniobra burocrática" dirigida a eludir al Consejo de la OTAN antes de iniciar los bombardeos. Hay una sola referencia a Javier Solana, ministro de Asuntos Exteriores durante la presidencia española de la Unión Europea, a cuenta de una llamada telefónica de Carl Bildt desde Dayton; el embajador Holbrooke no le cita en su nuevo papel de secretario general de la OTAN al relatar otras misiones oficiales en los Balcanes emprendidas tras abandonar su puesto como subsecretario en febrero de 1996. La ONU es mencionada con irritación; "paradójicamente, su debilidad simplificó mucho nuestra tarea". El desarrollo de la crisis de 1995 justificó a la Administración de Clinton para negar el apoyo al segundo mandato de Butros-Gali ("su actuación en Bosnia... nos llevó a pensar que no lo merecía") y sustituirlo por Kofi Annan (alabado por su "fuerza" en aquellos momentos).
No hay duda, así pues, de que los bombardeos de la OTAN de agosto de 1995 fueron decididos por Estados Unidos. ¿Cuáles fueron las razones? El embajador Holbrooke se desinteresa de las causas últimas de los conflictos étnicos en los Balcanes; a un británico deseoso de entender el pasado de la región le aclara que "la perspectiva que los serbios tengan de la historia es su problema". La compasión humanitaria hacia las víctimas de la barbarie serbobosnia pudo ser una condición necesaria pero en ningún caso suficiente de la decisión: hay una inquietante resonancia instrumental en un comentario de Holbrooke sobre las 38 personas muertas el 28 de agosto en el mercado de Sarajevo por un disparo de mortero: "La brutal estupidez de los serbobosnios nos había proporcionado una inesperada última oportunidad para hacer lo que deberíamos haber hecho tres años antes". La enorme conmoción producida en Washington por la muerte accidental, el 19 de agosto, de tres miembros del equipo negociador estadounidense, que viajaban hacia Sarajevo, a través del peligroso monte Igman, en un transporte blindado francés precipitado en un barranco, facilitó la decisión final, pero no apretó el botón. Finalmente, Holbrooke también menciona el interés de la Marina y la Fuerza Aérea por probar los misiles Tomahawk y los F-117; sin embargo, el complejo militar-industrial denunciado en su día por Eisenhower difícilmente pudo desencadenar las operaciones.
Considerados por separado, ninguno de esos factores tenía capacidad suficiente para poner en marcha los bombardeos de agosto de 1995. El desafío político planteado a Estados Unidos por el final de la guerra fría le exigía no sólo "mantener incólume la Alianza Atlántica, el pilar fundamental de la política exterior estadounidense durante más de medio siglo", sino también ampliar hacia el Este el número de socios y los objetivos estratégicos. La crisis de agosto de 1995 fue "exactamente lo que necesitaba la Administración para volver a poner en marcha el proceso y darle un empujón conjunto"; tras catorce semanas de guerra, el papel de EE UU en Europa quedó "redefinido". La responsabilidad del equipo negociador de Dayton no era sino "aplicar el interés nacional estadounidense lo mejor que pudiéramos". Pese a los malos recuerdos de Vietnam y Somalia ("Vietmalia"), el embajador Holbrooke recomienda en junio de 1996 al presidente Clinton: "Una vez que nuestro liderazgo ha quedado reafirmado en Europa, sería trágico que volviera a escaparse".
Pero la compulsiva repetición en marzo de 1999 del método Holbrooke, implacable y eficazmente aplicado en agosto de 1995, arroja serias dudas sobre la legitimidad y la competencia de un liderazgo demasiado dispuesto a tomar de forma imperativa, unilateral y acuciante decisiones militares con elevados costes de vidas humanas, escasamente reflexionadas, cargadas de riesgos y capaces de desestabilizar a medio plazo una amplia región del continente.
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