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De la igualdad al poder

Se acaba de celebrar la conferencia europea Mujeres y hombres al poder, organizada por el gobierno francés en París. La ministra francesa para los Derechos de las Mujeres dice, además, haber progresado en la política gracias a las cuotas. Desde luego el título y el hecho no puede ser más coherente con los momentos que estamos viviendo: la fuerza y el poder, duro y llano, parece que repentinamente han hecho presencia explícita en nuestras relaciones. Los políticos imponen la fuerza y la dominación como forma de atacar el problema de Kosovo, las feministas quiere atajar la violencia doméstica imponiendo por ley medidas de protección a la mujer. Y también se impone la fuerza y el poder de las estructuras formales de los partidos, saltándose así la voluntad cívica expresada en lo que denominaron primarias. Tres ejemplos, o quizá síntomas, de que estamos regresando a principios que decíamos haber superado. El dominio de unos sobre otros reaparece como motor básico de las relaciones, sean éstas entre pueblos, entre hombre y mujer o entre líderes y ciudadanos. El título de la conferencia no es anecdótico, refleja la incapacidad de las sociedades para imaginar un mundo sin poder, las dificultades enormes que tenemos para sustituir el mecanismo de la fuerza y del dominio, que eso es el poder, por nuevos valores más adecuados a las sociedades de la información y la comunicación, sociedades decantadas por la solidaridad y la tolerancia. El título es, además, una prueba del fracaso de la mujer, que habiendo sufrido los sinsabores del principio del poder masculino, se identifica ahora con él y busca desesperadamente una cuota de participación en el mismo. Parece que años y años de crecimiento económico y de bienestar, nos han llevado a pensar que la fuerza y el poder son tan básicos para la vida humana como el agua y el aire; sin éstos no podemos vivir y sin aquellos no sabemos relacionarnos. En el conflicto de Kosovo nadie parece ser lo suficientemente inteligente y valiente como para romper la espiral sin salida aparente, a menos que alguna de las partes renuncie al preciado valor del poder y exhibición del mismo. En las relaciones hombre-mujer, no se nos ocurre otra medida mejor que endurecer la ley; en lugar de modificar la concepción de la relación afectiva, lo que se propone es perseguir, castigar, endurecer, al tiempo que encasillamos al débil y lo convertimos en víctima que carece de respuesta propia. Y cuando se trata de incorporar a la mujer a la sociedad y a la cosa pública, se habla de cuotas y de porcentajes obligados de presencia de la mujer. El principio de dominación ha invadido también la vida interna de los partidos, sus estructuras formales han impuesto unos candidatos, obligando así al ciudadano a elegir entre lo que no quiere. Las primarias socialistas se han convertido en un fenómeno opuesto a lo que pretendían. Decían que las elecciones primarias no sólo renovarían al partido, sino que además tendrían un efecto ilusionante y participativo en los ciudadanos. Una vez más, el principio de poder ha conseguido dar la vuelta a lo que se buscaba. Kosovo, la incorporación de la mujer a los centros de decisión y el tono vital de los partidos son fenómenos diferentes, con implicaciones y consecuencias muy distintas, pero los tres comparten un hecho: son manifestaciones de que aún no ha desaparecido el deseo de poder en las relaciones de los pueblos y de las personas. Aceptar que la dominación y la fuerza vuelven a ser los mecanismos básicos de nuestras sociedades, es el primer paso necesario para entender lo que está ocurriendo en las denominadas sociedades avanzadas, esas que se mueven por la información, la comunicación y la solidaridad. Aceptar este hecho perverso, significa también reconocer que el principio de poder va ligado a otros valores que pensábamos haber superado. La obediencia, la sumisión, el orden, la disciplina, el esfuerzo y el mérito personal, entre otros, forman parte de ese conjunto actitudinal que caracterizó a las sociedades de épocas pasadas y que se correspondía a los tiempos de la supervivencia, cuando el desarrollo económico y político aún no garantizaba a las personas la seguridad física, ni los recursos básicos de subsistencia, ni sus derechos como ciudadano. Aceptar este traspié en el avance de las sociedades occidentales es también admitir que no hemos traspasado la verticalidad, que a pesar del denominado reemplazo generacional, las gentes de postguerra que ahora dirigen la vida social y política aprendieron ese esquema tradicional y vertical de pensamiento, un eje que sitúa a pueblos y personas en la línea de sumisión-dominación, en los polos de fuerte-débil. A punto de entrar en el siglo XXI hemos avanzado hacia atrás: de la igualdad al poder. El título de la conferencia europea desvela de forma burda y primitiva la dirección de nuestros movimientos, los sentimientos y hábitos del corazón que aún nos dominan. Un retroceso que nos debería obligar a anticipar los escenarios posibles a los que nos veremos abocados, si no logramos romper con el principio de dominación de unos sobre otros. De momento, los datos no pueden ser más pesimistas: los pueblos se introducen en una manifestación de fuerza y poder, las mujeres parecen identificarse plenamente con el esquema de sociedad dominante y buscan sus cuotas de presencia en ella, en vez de presentar alternativas al poder. La formulación de una sociedad sostenible se ha decantado por un pensamiento verde moderado y más o menos cómplice del poder. Las asociaciones y colectivos ciudadanos se convierten en pequeños partidos, porque a la hora de la verdad lo que cuenta es tener presencia en las estructuras de poder. Los denominados valores postmaterialistas están cediendo protagonismo a los viejos valores, que poco concuerdan con las estructuras abiertas y horizontales que estábamos intentando construir. Y nuestros políticos, al margen de sus problemas internos y confección de listas ¿qué piensan de lo que nos está ocurriendo? ¿proponen algo? Sería bueno conocer su posición, dado que tendremos que elegir entre ellos a los que nos introducirán en el nuevo siglo.

Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.

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