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Falacias populistas VALENTÍ PUIG

Una de las renuncias más absurdas de los últimos años consiste en dar por supuesto que lo que llamamos alta cultura no puede interesar bajo ningún concepto a no pocos de los individuos que componen esa compilación humana sin rostro que llamamos gente. Si la prueba del nueve consiste en viajar en metro o en autobús para constatar que nadie lee a Tácito o a Turguéniev, estamos sin duda ante la construcción retórica de una falacia. Los editores barajan ofertas atractivas para los nuevos públicos emergentes -femenino, juvenil-, pero lo más probable es que la ley del péndulo vaya a oscilar de la trivialización a la excelencia en cuestión de años o -por decirlo en términos de actualidad inmediata- en unos Sant Jordis más. Lo que cuenta -tal vez, lo único que cuenta- es el sujeto lector ensimismado en la lectura de una edición de bolsillo de Nietzsche, una mala traducción de Leopardi o la edición canónica de Tres tristes tigres. Es el individuo que pisa con admiración y goce el mosaico de las culturas del mundo. Frente a la masificación de los gustos, el destino de los individuos quizá dé por concluida la existencia de sectores de una clase ilustrada que determinaban el mercado del libro y que hicieron posible, por ejemplo, la pervivencia de un barómetro cultural como fue la revista Destino en Barcelona. Al hablar de sociedades atomizadas puede ocurrir que el tipo uniformado de cuero pare su Yamaha frente a una librería y compre un par de libros de Chesterton o los poemas de Carner. En orden a la vulgarización de la sociedad nada está escrito, ni para bien ni para mal. Si todavía es posible el poema después de Auschwitz y el Gulag, ¿cómo no va a continuar habiendo lectores a pesar de la telebasura y del todo a cien? La desoladora muerte de Maria Àngels Anglada me llevó a recordar una situación ejemplar, demostrativa de que la atención rigurosa a la cultura clásica le puede a cualquier obstáculo urdido por las inercias de la banalidad. Hace unos años, tuve el privilegio de presentar la traducción castellana de El violín de Auschwitz en Madrid, publicada por Alfaguara. Viajamos juntos en el puente aéreo, con el editor Antoni Munné, y aquella mujer vestida con su camisero, con aspecto de abuela feliz, sus problemas de circulación en las piernas, con su voz peculiar, con todos sus saberes, nos sedujo de inmediato, como ya habíamos sido seducidos por sus libros. Confieso, de todos modos, que pensé que su look tal vez no encajase con las apetencias estéticas de los jóvenes periodistas que iban a estar en el almuerzo organizado por la editorial. Un buen aperitivo me entonó para presentar El violín de Auschwitz lo mejor que pude y supe, pero el espectáculo admirable comenzó cuando Maria Àngels Anglada, tan distante generacionalmente de los presentes, de apariencia tan diferente al look de la posmovida madrileña, empeñada en una literatura tan distinta a lo que reclama la modernidad, se puso a hablar sobre el Holocausto y su incidencia bestial en la conciencia humana. Con toda naturalidad, sin ninguna pretensión, Maria Àngels Anglada estaba hablando de lo que había sido su vida durante décadas como escritora, de sus viajes a Grecia, a Italia, de un verso de Homero, de poetas armenios, de Josep Pla, de la vida cotidiana en la Grecia y Roma antiguas. No mucho tiempo después, su antología sobre el día a día en el mundo antiguo fue por unas semanas uno de los libros más vendidos en catalán. Miré los rostros de todos aquellos informadores acostumbrados a presentaciones con insulto público o con acompañamiento de strip-tease intelectual: eran rostros fascinados por el saber y por la claridad que la experiencia del saber otorgaba a la expresión discursiva de la autora de El violín de Auschwitz. Estaban presenciando lo que realmente significa ser y querer ser escritor. Me di cuenta de que -como también hubiese ocurrido en Barcelona- era algo que no estaban acostumbrados a presenciar todos los días y seguramente por eso lo agradecían con un silencio casi boquiabierto, olvidándose de ponerle azúcar al café. Con Antoni Munné la dejamos en un taxi, de retorno a Barcelona, con muchas ganas de regresar con su familia. Nos dejaba algo más sabios en sabores ocultos de la literatura romana y buenos consejos sobre los libreros de viejo en Vic. Sobre todo, nos permitía seguir pensando que la vocación de escribir y lo que entendemos por alta cultura tienen una consistencia que no puede estar a merced de los pequeños naufragios y de las eventualidades mediáticas. Al poco publicaba Quadern d"Aram. En cuanto a falacias, viene al caso decir que, más que los éxitos editoriales de la farándula, lo alarmante es el escaso prestigio del catalán como lengua escrita, como lengua de cultura. Pero esa es otra historia.

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