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Nocturnidades

J. M. CABALLERO BONALD Andaba yo la otra noche callejeando por la judería de Córdoba cuando de pronto, al doblar una esquina, me encontré con un vampiro. No con un hombre que se parecía a un vampiro, sino con un vampiro propiamente dicho. Iba todo vestido de negro, incluida la capa tremolante, y tenía la cara lívida, la boca sanguinolenta y el colmillo visto. Como ni es lógica ni frecuente semejante aparición, por mucho embrujo que albergue la noche cordobesa, me llevé un susto más que mayúsculo. Logré, no obstante, sacar fuerzas de flaqueza y probé a no darme por enterado, cosa que también hizo el vampiro, pues pasó de largo sin mirarme siquiera. Debió notar que se me había helado la sangre no más toparme con él, lo que me convertía en una presa nada apetecible. Menos mal. Pero ocurrió que unas calles después, ya en la vecindad de la mezquita, descubrí a un grupo de personas en torno a una figura que, sin ser el mismo vampiro que yo acababa de ver, debía de pertenecer a la familia. Permanecía inmóvil en el entrante de un muro y su catadura remitía a la de Nosferatu, con el inconfundible aspecto del recién levantado del ataúd. ¿Qué estaba pasando? Ninguno de los transeúntes que por allí merodeaban o apresuraban el paso con manifiesto desasosiego supo aclararme la cuestión. Unos señores que no podían ser sino jubilados alemanes hablaban entre ellos con creciente excitación y parecían buscar un refugio próximo ante cualquier imprevista emergencia. Sin embargo, tanto el primer cadáver viviente como este otro, en ningún momento se mostraron agresivos ni habían hecho otra cosa que estar de cuerpo presente. De modo que continué mi paseo hasta que la extrañeza se me empezó a convertir en recelo y luego en incredulidad, sobre todo después de que en las inmediaciones del puente romano me crucé con otros dos vampiros, es decir, que ya eran muchos vampiros para una sola noche. Enseguida pensé que se trataba de alguna representación callejera o de algún juego de amigos más o menos aficionados al género terrorífico. Y así era, en efecto. Al día siguiente leí en la prensa que más de un centenar de ciudadanos disfrazados de Drácula habían recorrido la judería cordobesa. Todo consistía en un recordatorio teatral -entre la puesta y la salida del sol, claro- de ciertas costumbres vampíricas. Nada que objetar, desde luego. Aquellos múltiples actores sólo se parecían al personaje representado en el atuendo, pues debían comportarse con suma discreción: ni podían hablar con los viandantes ni mucho menos aterrorizarlos más allá de lo que su sola presencia establecía. La única finalidad era la diversión de todos y cada uno de los participantes. No lo dudo, y además me parece hasta plausible. Lo que no acabo de entender es el fundamento lúdico de la farsa, llamada precisamente, a partir de una obra de White Wolf, Vampiro: la Mascarada. Sin duda que cien vampiros sueltos por las callejas de la antigua Córdoba tiene mucho de gran espectáculo carnavalesco. Pero una función de tan espantable imaginería también genera sus riesgos. Los organizadores tenían que haber repartido, junto a una sinopsis argumental de la obra, un manual de primeros auxilios.

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