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Presagios

LUIS DANIEL IZPIZUA Sospecho que Europa ha dado en la crisis yugoslava lo peor de sí misma. No quiero referirme con esto a su pobre respuesta ante el desastre, sino a que en la crisis yugoslava, en el corazón de esa crisis, Europa se está poniendo a juego a sí misma (ahí es ella la que explota), una cierta forma de ser europeo, y no guardo muchas esperanzas de que vaya a extraer ninguna lección cuando un siglo de desastres le ha servido de tan poco. Sospecho también que Europa, a nosotros, nos sigue quedando un poco lejos. Es sorprendente el despiste con que nos ha pillado esta crisis. Casi una década de barbarie no parece haber sido suficiente para que tomáramos conciencia de lo que se jugaba en los Balcanes, y despertamos con esta traca final absolutamente carentes de criterio. Al menos en Europa, y a pesar del triste papel de sus políticos, Yugoslavia era una preocupación viva durante estos últimos años. Entre nosotros, no. Europa nos pilla aún un poco lejos, y no podía ser de otra forma dado el vuelo hacia nuestra centralidad que nos ocupa todos estos últimos años, el vuelo hacia nuestra pequeñez, hacia nuestra etnicidad, que es justamente desde donde Europa no podrá construirse jamás. Los grandes hitos de la memoria europea reciente nos resultan ajenos, no han fecundado nuestro pensamiento. Tenía que ser así cuando la sociedad española -y la vasca-, la intelectualidad española -y la vasca- han ignorado un debate que sí ha interesado e interesa a la inteligencia europea, y han pasado sobre él con un toque de castañuelas posmoderno. El resultado está a la vista: una pasión oscura por el label regional, o nacional, o lo que sea; una apuesta firme por la diferencia por encima de la defensa de la pura humanidad igualitaria, Y recalco lo de por encima de, porque entre nosotros, en nuestro Parlamento vasco, se da el mismo valor a matar a un hombre que a no poder pedir un txikito en euskera. No pretendo establecer semejanzas entre la situación vasca y la yugoslava. Hay ya bastantes practicantes de ese juego que sirve para salir del paso en un peloteo político irresponsable, y me importa poco si los vascos somos serbios o kosovares, si Navarra es nuestro Kosovo, como han dicho algunos, o si ETA es la OTAN, como al parecer han dicho otros. Bastante penosa me ha parecido siempre la imitación irlandesa -y de resultados lamentables- como para ir a caer ahora en la pantomima kosovar. Pero sí tenemos mucho que aprender de esa tragedia, en la que serbios, croatas, eslovenos, bosnios y kosovares parecen pecar todos del mismo delirio. Nosotros, y no sólo nosotros. Pues también esas naciones uniformes -como la Francia de la que hablaba Joseba Arregi en un artículo reciente- y que corren últimamente desbocadas hacia tentaciones identitarias tienen mucho que aprender de este desastre. De otro modo, el proyecto de unión europeo puede acabar una vez más en una hecatombe. Muy probablemente, todos los nacionalismos son etnicistas, y los llamados nacionalismos de los ciudadanos quizá no pasen de ser hipotéticos y encierren una contradicción en sus términos. Si somos conscientes del peligro, tal vez debiéramos evitar la adopción de iniciativas políticas -el soberanismo, la autodeterminación- que lo incrementan, en cuanto que sólo sirven para crear etnicidad. Las naciones no son plurales porque engloben a colectivos diferentes de ciudadanos, sino porque los propios ciudadanos (cada uno de ellos) también son plurales. El reconocimiento de esta realidad constitutiva de base, y su promoción como valor, requeriría de entidades políticas flexibles, de trama móvil, aunque les diera por llamarse naciones. Entidades en las que un rasgo constitutivo de algunos ciudadanos no pudiera convertirse en elemento de diferenciación política. Una nación así conformada debe ser consciente de su carácter contingente, de que no constituye una unidad de destino siempre a la espera de lograr su realización en la historia. Una nación así sabe que lo único que la separa de otra es una oportunidad histórica: la del acuerdo.

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