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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Sant Jordi, el día de la bestia

Arriba y abajo. En el momento en el que escribo estas líneas, Sant Jordi apura su horario laboral, me estoy fumando un pito, pongo cara de Marlon Brando tras el tercer match con Maria Sneider, y escucho la música que fluye desde la plaza hasta donde, sucesivamente, escribo esto, me fumo un pito y meto cara de Marlon Brando, etcétera. Se trata de música teletubbie, sencilla, para niños, que bailan más contentos que un chinche con su mamá, que es como uno debería bailar siempre si no quiere tener problemas. En la plaza venden libros, rosas, y bailan en plan teletubbie. Parece que se ha proclamado la revolución esa. Pero, lamentablemente, hoy no sólo no ha habido revolución, sino que ha sido un día agotador, un día del copón, un día que, a pesar de las rosas, los libros, el teletubbie way of live, cuando pienso en él, enciendo un pito y pongo cara de Marlon Brando, etcétera. El día de la bestia. OK, Sant Jordi es una fiesta en la que se compran libros y rosas, dos productos en principio chachis y pirulis. Hasta aquí todo bien. Lo malo es cuando uno desautomatiza Sant Jordi. Desautomatización, voilà: Sant Jordi es una celebración que se celebra aquí y, me dicen, tiene cierta aceptación en Japón. De lo que se deduce que, si no lo hubieran inventado los catalanes, lo hubieran inventado los japoneses. De hecho, tiene un no sé qué de jornada de huelga japonesa, en la que la industria del ramo factura 3.000 millones y presenta al mundo mundial 50.000 títulos. Algunas editoriales venden en un sólo día el 30% de sus ventas anuales, y algunas librerías de pueblo pueden vender el 90% de los libros que se pelan en un año. Resulta sorprendente una sociedad que reserva un día al año para la compra de sus libros. En un principio debería llamar tanto la atención como una sociedad que reserva un día al año para ducharse. Quizás estos datos dibujan una sociedad que, culturalmente, no se ducha. Vida de un dato. Bueno. Yo soy uno de los datos de Sant Jordi. Lo pensaba esta mañana, mientras me cepillaba los dientes e, incluso, me decía: coñe, zi zoy un zato. Hace poco saqué un librito. Por dinámica de la ducha anual esa, hoy he ido a firmarlo a varias librerías. Meditación: los libros adquiridos en ducha anual crean una dinámica extraña; no son libros, que son artículos de ducha, que los hacen diferentes a los libros al uso; por ejemplo, deben de ir firmados. Firmar un libro es, sin duda, algo simpático, pero que reduce la venta de los libros antipáticos, que quizás son los que molan, yo qué sé. En fin. Llego a la librería. Diez minutos más tarde. Barcelona está colapsada -moc-moc-, pues todos hemos ido a ducharnos al mismo sitio. Me sientan en una mesa con tres autores más. Nos damos la patita y, posteriormente, miramos al techo. Tres cuartos de hora más tarde, viene un caballero para que le firme un libro. Es la primera firma de mi vida y, chumba, no sé que poner. Hablo de la vida con el caballero, mi único lector hasta ahora, que me explica que estudia periodismo y que tiene una novia fabulosa, dos posibilidades que, guau, descubro por fin compatibles. Me sacan de la librería y me llevan a otra. A mi lado hay un señor de la tele e Ibáñez, el creador de Mortadelo, un gran ideólogo. Una señora me pregunta si soy Ibáñez. Le digo que más bien soy Mortadelo. No se ríe. Como autor simpático no valgo un pito. Varias personas pasan por delante de mi chiringuito, dicen mi nombre y me señalan, sonríen y se van. Me siento Copito de Nieve. Firmo cuatro libros. Me sale caligrafía de Copito. Uno a una señorita espectacular que va con un pollo que mete cara de profe de literatura medieval. Estoy tentado de pedirle a la señorita un autógrafo. Miro a la otra acera. En la otra acera no hay chiringuitos, pero hay unas señoritas espectaculares. Goeebels decía que una sociedad podía tener o mantequilla o cañones. La opción socialdemócrata debe de consistir en elegir, por lo visto, entre chiringuitos de libros o, snif, minifaldas. Me llevan a comer -ñam-ñam-. Muy bueno. Y a otra librería. El librero, un señor simpático, me dice. "Ja sap de lo que va això, no?". Digo que sí. Me siento en una silla y miro al techo. Luego me trae un whisky y un bol de cacahuetes. Pienso en mi vida, en Sant Jordi, en la ducha, enciendo un pito, meto cara de Marlon Brando cuando etcétera. Yo quería publicar un libro y acabo comiendo cacahuetes en una ducha.

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