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NECROLÓGICAS

La pasión de un trotamundos

Hay un tipo de periodista, bebedor, solitario y aventurero, que ya no se encuentra ni en las novelas. Ha ido extinguiéndose con la misma rapidez con la que desaparecieron las linotipias, el plomo y el télex de cinta perforada. No se sabe si fue la informática o el lenguaje políticamente correcto el que acabó con esta especie de periodista. Sí parece que el primer síntoma de su extinción se observó el día en que a las redacciones comenzaron a llegar tipos abstemios, que hacían deporte, vestían pantalones con pinzas, hablaban de modas, no soltaban tacos -o los soltaban con escasa convicción-, eran capaces de desenvolverse en varias lenguas con soltura y elegantes acentos y, lo que era más raro, hablaban bien de los jefes.

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Juan González Yuste, periodista

Fue entonces cuando el periodismo comenzó a convertirse en una mariconada. Así, de esta manera tan poco correcta, lo veía al menos Juan González Yuste. Los antiguos colegas de Juan fuimos buscando acomodo para tratar de sobrevivir a la invasión de mutantes que iba transformando a toda prisa nuestro oficio. Hubo quienes se hicieron jefes y hasta quienes buscamos refugio en la literatura. Hay incluso quien se hizo abstemio y hasta dejó de fumar. En fin, una mariconada.

Juan siguió el camino inverso. Como si fuera consciente de que se estaba convirtiendo en un ejemplar único, fue trabajándose una imagen de hombre duro y solitario y afiló su sentido de la ironía hasta transformarlo en sarcasmo. Era ésta la envoltura perfecta para un hombre tímido como Juan. Pero si hasta Superman era vulnerable, Juan no podía serlo menos. Su criptonita era la ternura: le he visto reaccionar con emoción y desconcierto la última vez que apareció por casa y mi hijo Pablo, de siete años, se abrazó a él, le dio un beso y le llamó "tío Juan".

Miembro fundador de este periódico, fue también su primer corresponsal en Washington. En EL PAÍS, Juan hizo muchas cosas y las hizo muy bien. Pero, sobre todo, destacó en su trabajo de trotamundos. Su lenguaje preciso y con un punto de socarronería describió a la perfección muchas guerras y revoluciones. Quizá de lo que estaba más orgulloso fue de su trabajo durante la guerra de las Malvinas, un conflicto que sólo se podía cubrir a distancia y que, por tanto, necesitaba de buenas dosis de ingenio, de las que Juan estaba sobrado.

En los últimos ocho años, Juan González Yuste escribía para El Periódico de Catalunya. Seguía siendo un trotamundos mientras sus viejos amigos tratábamos de sobrevivir a la invasión de mutantes. Era un hombre duro, capaz de pasar las Navidades apoyado en la barra del bar de un hotel perdido de los Balcanes.

Hace cuatro días me llamó por teléfono. Había vuelto de Albania: le habían evacuado después de romperse un brazo. Acababa de ver a sus jefes y me habló muy bien de Antonio Franco, de Sorolla, de Ibáñez... No era la primera vez. Temí que él también podía estar convirtiéndose en mutante. El viernes, un infarto acabó con Juan mientras dormía en un hotel de Barcelona. No podía ser otro el lecho de muerte de un trotamundos.

Un amigo me acaba de llamar por teléfono y me habla de Juan en pasado. Vamos a tener que acostumbrarnos. Ya nos acostumbramos a hacerlo cuando hace diez años murió su mejor amigo, Ismael López Muñoz, otro maravilloso ejemplar de esa especie que ya no se encuentra ni en las novelas.

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