Los "visi-godós" GUILLEM MARTÍNEZ
O sea, como Woodstock. Que me voy al Godó, Beverly Hills, Barcelona. Una señorita me acredita en la entrada. Gasta estética de estar prestando la PSS en un emirato. En la entrada se oye a) el catalán del lugar -sustitución de la vocal neutra por la a, exilio de las eses sonoras-, muy parecido al catalán que se habla en otros lugares que epistemológicamente están a 180 grados de este barrio, verbigracia, la Meridiana, y b) el castellano que se oye en algunas partes de Barcelona, Madrid y Sevilla -una musicalidad específica que forma frases que finalizan con las fórmulas "un beso" y "o sea"-. De los puntos a) y b) se colige que un sociolingüista marciano que visitara la península Ibérica para hacer su tesis doctoral se volvería loco, o sea. Tras la entrada hay como un barrio de shopping, donde venden productos que se asocian al concepto Godó. Raquetas, pelotas, cursos de vela. La sensación es, pues, que el Godó, como todo, también es otra cosa. Otra sensación es que la riqueza es otra tribu urbana. Y que el Godó, la otra cosa que también es el Godó, es algo parecido a un Woodstock para esa tribu urbana. Bueno. A otra cosa, mariposa. El Village. El Village es la zona más exclusiva de la cosa. Un restaurante en el que ya no quedan mesas, donde el cubierto cuesta 8.000 por bigote, y frecuentado por personas que no están acostumbradas a no tener mesa. Chiringuitos de empresas, que esta semana la lían. En general, todo el mundo viste más abrigado de lo que toca, de lo que se deduce que el Village es un microclima. Los señores y señoras del lugar visten de sport. Las señoras ha apostado por las gafas oscuras de Rocío Jurado de incógnito y por los pantalones de cuero holgados. Meditación: si el mundo ha decidido que unos pantalones de cuero holgados son ropa de sport, unos pantalones de cuero marcando, ejem, patatona, deben de ser ropa de trabajo. Estamos en periodo preelectoral. Por ahí fluyen varios políticos. Veo a Duran Lleida. Duran Lleida es la segunda calva más bronceada de Barcelona, inmediatamente después de la de Miquel Roca, de lo que se desprende que no se quedaron calvos, sino morenos. En el ranking de azafatas brillan con luz propia las de Johnny Walker. Van vestidas de Johnny Walker, pero en señorita, de manera que se parecen a una domadora de caballos. Por unos segundos me siento el payaso enamorado, snif, de la domadora, algo que le ha pasado a todo el mundo. La violencia. Cancha. Dos señores le dan a una pelota, momento en el que gimen. La primera impresión es que gana el que mejor gime. Sorprendentemente, el tipo que gime con más juego de piernas está perdiendo por goleada. La vida es muy rara. En fin. Los dos señores que están en la pista están abandonados a su propia velocidad, en un combate personal cargado de una violencia hermosa e intransferible y condensada, que dura lo que dura un gemido. A su vez, alrededor de estos dos pollos hay un mundo de violencia. Como en todas partes, por otra parte. El deporte es universal porque quizás sea una metáfora de algo tan universal como la violencia, que ocurre aquí y en Lima y a la vez. La vida es, básicamente, violencia. Por ejemplo, presidiendo el acto hay un cartel gigante de la Kornikova -miro el cartel y, glups, me declaro presi de su club de fans en tres segundos ocho centésimas-. Es un cartel que ocupa todo un edificio. Se trata de uno de esos edificios con estética de que en cada piso vive un señor del Elefant Blau, de lo que se deduce que alquilarles la fachada ha costado un pico. Ese cartel, ubicado fuera del recinto del club de tenis, y que preside el torneo, es un pique feroz de Adidas con Nike, la empresa patrocinadora del evento. Para impedir empapelar el edificio ha habido, se comenta, violentos casos de espionaje industrial y de sobornos a la empresa que debía montar el andamio. Ñaca. Y más violencia. El público de tribuna presencia el partido con la espalda derecha. El público de las gradas, con la espalda inclinada. Se trata de dos posturas diferenciadas, que no sé lo que significan, ante el precio de una entrada de grada y una de tribuna, y que pueden ilustrar que el precio de las cosas es, también, y básicamente, una violencia silenciosa. Un último grado de la violencia cotidiana está en los lavabos, que se colapsan de personas con facilidad. Como la frontera de Macedonia, que, me dice Enric González -que acaba de llegar de allá-, es como un lavabo colapsado. Un lavabo colapsado es algo que ilustra que un hombre solo, una mujer, cogidos así, de uno en uno, son algo extremadamente frágil. Quizás somos tan frágiles que, si tuviéramos que ver toda la violencia que protagonizamos o que practicamos cada día, no podríamos soportarlo.
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