Autonomía universitaria
Uno de los defectos estructurales más relevantes de la LRU radica en su deficiente regulación de la financiación universitaria, en especial su regulación del ingreso. La LRU, una norma en la que en no pocas ocasiones encuentra en su texto articulado el más rotundo desmentido de los objetivos señalados en la Exposición de Motivos, no contiene una ordenación racional y sistemática de los ingresos de la Universidad, ni un régimen de financiación con capacidad de operar como garante del autogobierno de la institución. La ley atribuye a la Universidad capacidad de gestión de unos recursos determinados por instancias ajenas a la Universidad, pues el sistema de financiación reposa sobre subvenciones y tasas, y las dos vienen determinadas por la Administración autonómica. Por cierto que la LRU no engaña: la autonomía financiera lo es de la gestión y administración de sus recursos, lo malo es que esos recursos en su casi totalidad provienen del Consell y su determinación depende enteramente de su voluntad. En materia de ingresos la LRU en poco cambia la situación anterior a la misma: las universidades públicas son entes autónomos financiados mediante mecanismos subvencionales en su mayor parte, mediante la recaudación de tasas, en la menor. Las novedades radican en la apertura a financiación externa, en principio convenida, y en la posibilidad de obtener rendimientos de su propio trabajo docente e investigador. El sistema sólo puede operar como un garante efectivo de la autonomía si la financiación que la Universidad controla satisface dos requisitos: ser mayoritaria y cubrir los costes de sostenimiento de la institución. Como ninguno de los dos concurre en caso alguno, la situación del ingreso en poco se diferencia de la existente en los tiempos nada felices en los que la Universidad era una dependencia del MEC. Ahora bien, sin autonomía en el ingreso no existe fundamento material para un autogobierno garantizado de la institución. La Universidad aparece atada por el estómago. Si la Universidad vive del dinero ajeno que se le transfiere es obvia la consecuencia: la Universidad dependerá de la voluntad política (buena o mala) del financiador, y de las medidas (buenas o malas) que el financiador tenga. El Consell puede usar su control sobre el ingreso para fragmentar la comunidad universitaria y tratar por separado a cada una de las Universidades, azuzar la rivalidad entre éstas, y situar a cada rector como modesto y aislado pedigüeño. De otro lado, el Consell puede optar por una política de concertación con las Universidades, establecer cauces de relación con la comunidad universitaria e, incluso, optar por planes plurianuales de financiación para racionalizar las inversiones. Esta segunda política parece preferible a la primera, pero esa segunda política requiere de dos condiciones: un elevado consenso entre las Universidades y que no haya excesiva distancia política entre el Gobierno autónomo y las Universidades. Porque si no hay esa primacía en la cooperación, y si, además, no sólo es que no existe sintonía política entre Universidades y Consell, es que la percepción del segundo es que las primeras son "la oposición" (cosa visible cuando la oposición-en-Parlamento no ejerce), las posibilidades de mantenerse la opción benevolente son prácticamente nulas. De otro lado, hay que ser conscientes que un acuerdo gobierno-Universidades sobre un plan plurianual no puede ser más que una declaración de intenciones. Quien tiene los cordones de la bolsa es el Parlamento que vota los Presupuestos, y no el Gobierno que firma el plan. Un plan plurianual es una carta a los Reyes Magos si no hay acuerdo de las Cortes cada año, y eso sólo se consigue si se compromete a los grupos parlamentarios en el plan mismo, a fin de asegurar en las Cortes una amplia mayoría, de preferencia mayor que la que sostiene al Gobierno, favorable a las demandas universitarias. Lo que exige de las Universidades un enérgico lobby en el Palacio de Benicarló, cosa que hasta la fecha ha brillado por su ausencia. La opción por la rigidez o la benevolencia de la que depende el tipo de relación Gobierno-Universidades, y la financiación de éstas, es una opción del Consell. Si no hay autonomía de ingresos para asegurar la mera subsistencia, la Universidad está condenada a ser un cliente devoto ante su patrón, que es quien paga. La pretensión de vivir de la subvención del Consell sin que éste intervenga merece el juicio que a Muñoz Torrero merecía la libertad de prensa con censura: que podrá ser el sueño de un hombre honrado, pero siempre será un sueño. La garantía de la autonomía universitaria pasa por un elevado grado de autofinanciación, y ésta exige la eliminación del intermediario gubernamental. El Consell es un intermediario entre el usuario del servicio -el estudiante- y el prestador del servicio -la institución- y es, además, un intermediario prescindible. Bastaría para ello establecer unas tasas equivalentes al coste del servicio, lo que elevaría la autofinanciación de la Universidad a niveles que asegurarían su capacidad de autogobierno. Esta opción tiene un coste social: la exclusión de los estudiantes cuyas familias no puedan costear la docencia (aunque no es esa la barrera económica primaria, sino que ésta radica más bien en si la familia puede prescindir del ingreso que el eventual salario de posible estudiante podría aportar), pero para eso están las becas, y es ahí donde el Consell tendría que retratarse estableciendo un sistema de becas que permita a los estudiantes sin medios el acceso a la Universidad. Esta combinación tendría un efecto adicional deseable: tendería a incrementar la financiación pública de la Universidad, pues el coste de una política de becas insuficiente podría convertirse en un precio imposible de pagar para los titulares del Consell. Este sistema de financiación tendría otros dos efectos: permitiría una efectiva competencia entre instituciones y fomentaría su especialización; y vincularía más estrechamente a la institución con su entorno. No espero ver implantadas propuestas de ese tipo en un futuro próximo. Para que una política así se instrumentara debería existir la voluntad política de reforma de la LRU y, además, sería indispensable que contara con el respaldo de los sectores claves de la política de las instituciones universitarias. Y no parece que eso sea factible, a corto plazo al menos, los conservadores y defensores del statu quo son mayoritarios en la institución. Y es que los univesitarios deberían meditar las palabras que Platón pone en boca de Sócrates: la libertad no consiste en tener un buen amo, sino en no tener ninguno.
Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.
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