El sexo del diablo
El episodio se ha convertido en metáfora y repetido hasta la saciedad. Mientras los turcos cercaban las murallas de la vieja Constantinopla, sus gobernantes se empeñaban en arduas polémicas sobre temas de tan candente actualidad como el sexo de los ángeles, y siempre he sentido curiosidad por saber cuál sería la opinión que el ciudadano medio tendría, no en torno a los ángeles, sino sobre sus discutidores gobernantes. La historia se repite y, si, felizmente, los bárbaros no presionan militarmente sobre nuestras fronteras, es claro que a los españoles se nos plantean arduos desafíos. No me refiero ya a cuestiones a medio y largo plazo, desde nuestro futuro demográfico a la indeterminación de la frontera sur, por sólo poner dos ejemplos, sino a problemas mucho más inmediatos. España, abierta su economía y encorsetada en la disciplina de una unión monetaria acompañada de declinante cohesión, resulta cada vez menos competitiva y queda por ver si la valiente lucha del equipo Rato frente a la inflación es suficiente para remediarlo. El escenario internacional no puede ser menos tranquilizador y ahí sí que el énfasis de nuestros dirigentes sirve de poco. Y el tema vasco, siete meses después de la tregua, continúa sin resolverse y avanzando por la senda de la radicalización política.
Solamente estas tres cuestiones bastarían para llenar la agenda de nuestra clase política y ocuparla hasta dejarla sin respiro, y los medios de comunicación, que tantas veces han reclamado la función formativa sobre la informativa y editorializado hasta con exceso, deberían exigírselo. Pero sus preocupaciones son otras: la permanente precampaña electoral que, tras las interminables querellas internas sobre las candidaturas, se resuelve no por vía de confrontación de opciones sino de recíprocas imputaciones y que sustituye el tratamiento de los problemas por el mero planteamiento de conflictos que nunca se resuelven.
La iniciativa socialista de los años ochenta de llevar por la vía penal, primero su política televisiva y después sus pretensiones sobre Cataluña, ha tenido imitadores sin cuento. El acoso al PSOE y, especialmente, a González se instrumentó por vía judicial. Otro tanto se intentó hacer con los medios no sumisos. Tras un corto paréntesis, la guerra de escándalos se reanuda ahora. La caza de Piqué y la de Borrell no son más que las puntas emergentes de un inmenso iceberg consistente en la instrumentación del conflicto político, no por la vía del debate, sino de las responsabilidades administrativas y aun penales y de la consiguiente descalificación personal y desprestigio institucional. Las consecuencias, a mi entender, no pueden ser peores.
Por un lado, se retroceden centurias en la cultura política. Lo que diferencia, fundamentalmente, la democracia constitucional de otros sistemas políticos, pretéritos o contemporáneos, pero premodernos, es que la discrepancia, por ser legítima, no se persigue jamás. En la Inglaterra de los Tudor, la Torre de Londres, como antesala del patíbulo, era frecuente alternativa a la Cancillería del Reino, de la misma manera que Olivares fue al destierro cuando dejó el poder; pero Major no tardará en ser ennoblecido por Blair como Callaham lo fue por Thatcher. El honor al antecesor y el respeto del contrario es lo característico de la alternancia propia de la democracia constitucional. No parece ser éste el talante de nuestra política.
De otra parte, el conflicto inherente al pluralismo político se agudiza de tal manera que elimina lo que realmente justifica el poder ante la sociedad: el servicio. Y la ciudadanía lo siente así. Aspira a que se le resuelvan sus problemas -desde la paz al empleo-, no a dilucidar el sexo del diablo. Si los políticos no lo hacen, es posible que, como se ha apuntado en algún otro país mediterráneo, la sociedad se desentienda de las instituciones y marche a su propio paso, progresando en ciertos aspectos, pero sin poder resolver cuestiones eminentemente públicas. Pero la sociedad sin Estado es como el músculo sin piel. Y la carne viva no deja de sangrar.
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