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¿Dónde están los objetores de conciencia? FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Entre los muchos comentarios y análisis que suscita la actual guerra en Yugoslavia hay un dato que es más que una anécdota y merece un comentario: de los tres norteamericanos hechos prisioneros en los primeros días por el ejército yugoslavo, dos de ellos tenían nombre hispano. Se llamaban Martínez y Ramírez, si no me equivoco. Quizá puede tratarse de un hecho simplemente casual, pero tiene toda la apariencia de responder a una determinada realidad que está en la lógica de las cosas: los ejércitos profesionales, como el norteamericano, suelen nutrirse, por lo general, de personas procedentes de sectores sociales con un nivel económico modesto, con muy poco poder social y con escasa influencia en la opinión pública. Los hoy prisioneros de guerra Ramírez y Martínez son, muy probablemente, dos ejemplos claros de la reciente inmigración hispana en Estados Unidos, en definitiva, dos miembros de la Norteamérica pobre. La existencia de ejércitos profesionales reduce así el impacto de las guerras en las opiniones públicas de los países implicados y, sobre todo, el temor a las mismas de los sectores sociales con peso real en la sociedad. Las influyentes clases altas y las clases medias, con las cuales hay que contar porque aportan importantes masas de votantes, no se inquietan mucho ante una guerra porque tienen la seguridad de que ni ellos, ni sus hijos, ni sus parientes y amigos, participarán directamente en ella. Del trabajo sucio de matar y morir se encargarán otros: los sectores más pobres, marginados, con frecuencia los inmigrantes. Con todo lo cual, los gobiernos son más libres al decidir las intervenciones militares: saben de antemano que la oposición a la misma no será tan frontal como era cuando todos iban a la guerra, desde los hijos de los más ricos a los más pobres. Si todo ello es así, deben ponerse en cuestión algunos de los más importantes instrumentos del movimiento pacifista de los últimos años. Muy especialmente, el ejercicio generalizado de la objeción de conciencia y la legitimación ética y social de la insumisión que han comportado, como consecuencia política aparentemente pacifista, la sustitución del ejército de leva por el ejército profesional. Un ejército, por cierto, que enlaza con la antigua tropa de mercenarios y acaba con la moderna etapa en la que los soldados eran llamados a filas a una determinada edad, con independencia de su origen y condición social o profesional. No hay duda de que el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia ha constituido una profundización del derecho a la libertad ideológica muy importante. Ciertamente, no puede un Estado -unas leyes- pedir a alguien que actúe contra principios individuales que afectan a la vida y a la muerte de las personas. La repugnancia moral a empuñar un arma para matar es un argumento tan poderoso que, si de verdad rige la vida de alguien, esta persona no puede ser obligada por la fuerza a vulnerar tan fundamentales convicciones éticas. Es decir, esta persona tiene derecho a la objeción de conciencia al servicio militar. Ahora bien, el ejercicio masivo de tal derecho ha sido un total fraude a la finalidad de la ley. Una parte muy considerable de los que se han declarado objetores de conciencia lo han hecho, simplemente, para eludir el enojoso, y normalmente inútil, servicio militar. Lo han hecho, para decirlo con claridad, por pura comodidad y no por profundas convicciones pacifistas. Si lo hubieran hecho por convicciones pacifistas, toda esta masa de objetores de los últimos años se estarían manifestando hoy frente a un gobierno y a unos partidos que -con la excepción de Izquierda Unida- se muestran favorables a una intervención armada en la que España es parte. Muchos de estos presuntos pacifistas están en sus casas, preocupándose de sus cosas, pensando en sus problemas individuales. Sus papás también están tranquilos: a la guerra irán otros.

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