En defensa del urbanismo
Al hilo de la polémica desatada a raíz del convenio de Tablada y desde la distancia y el desapasionamiento del que no conoce en detalle sus entresijos, me atrevo a exponer las siguientes reflexiones. En mi labor docente me esfuerzo por transmitir el sentido de justicia que debe contener toda ordenación jurídica. Ese empeño significa una búsqueda de las bondades de nuestro sistema urbanístico, que las tiene, y sobre todo un intento por demostrar que con una adecuada interpretación, y en consecuencia aplicación, de las reglas de juego que en esta materia nos hemos otorgado como sociedad democrática se obtienen resultados razonablemente justos para una problemática compleja como es ésta. La realidad profesional, con sus resultados, día a día me ayuda poco en esa labor. La realidad ridiculiza y hace vano este esfuerzo. Resulta que casi siempre cabe pervertir la norma en su aplicación. Parece cierto que se acentúa en materia urbanística el dicho de que una cosa es la teoría y otra la práctica: un campo abonado para saltarse la norma, para negociar su aplicación... Nuestro sistema urbanístico no menciona explícitamente la figura del convenio para nada. Sin embargo, el ciudadano probablemente conozca mejor este término que cualquier otro de los utilizados para denominar alguna de sus instituciones fundamentales: aprovechamiento tipo, área de reparto... El convenio urbanístico con tremenda facilidad pervierte los mecanismos de participación ciudadana en la elaboración del planeamiento. Pero ¿qué dice usted? ¿Es que acaso existe participación directa ciudadana en la toma de decisiones urbanísticas? No es nada sano que sigamos desprestigiando la actuación urbanística. Nuestras ciudades aún se planifican, la creación o transformación de la ciudad no es una facultad intrínseca al derecho de los propietarios de inmuebles, el problema urbanístico tiene implicaciones para toda la sociedad. Ello significa que los agentes que intervienen en los procesos urbanísticos no son exclusivamente los propietarios de inmuebles, los que tengan vocación de promotores o las administraciones públicas. Todavía cabe defender que la ciudad y en definitiva el cómo usemos el territorio sea un problema prioritariamente del ciudadano, de todos, y por ello se incardine su solución en la Administración más próxima a él, la municipal. En consecuencia, y aún sin poner en duda las virtudes del convenio en cuanto pueda suponer un beneficio para la colectividad, pues no queda otro remedio que presumir la actuación de la Administración en defensa de esos intereses, la vía no es válida. Una vez más se negocia a dos bandas la solución a un problema cuando tiene más agentes implicados, se ha olvidado al de siempre, al ciudadano. Qué clase de comedia será la elaboración en su día del plan, con su complejo procedimiento garantista, su obligada participación ciudadana en la toma de decisiones, si las decisiones ya se han tomado, ya se han negociado, a qué tanta burocracia. Si esa es la vía para agilizar la actuación pública, que así se reconozca, pero no mantengamos más farsas, que además son costosas. No es razonable que el modelo colectivo de uso del territorio sea un compendio de pactos singulares con propietarios, además, noveles; ni aun bajo la excusa de dotar a la actuación de viabilidad. El desprestigio del urbanismo viene de ahí, de la extendida convicción, por real, de que es un negocio pingüe y rápido al alcance de pocos y avezados. Su complejidad es defendida y fomentada, la caótica situación legislativa que se mantiene la favorece, gustosamente para muchos. Hoy todo es previamente negociable. La acumulación de acuerdos puntuales no es un plan urbanístico, es una suma de despropósitos que puede impedir en el futuro formalizar un tejido coherente de infraestructuras y espacios públicos generado desde la lógica histórica del conjunto urbano. Pero no olvidemos que todavía nuestras administraciones están para defender los intereses de la colectividad. Todavía no son un empresario más que negocia con otro. En esa defensa de los intereses públicos no sólo deben ser honradas, sino además parecerlo. La utilización de estos mecanismos negociadores, propios de los agentes privados en la defensa de sus intereses particulares, hace que se desvirtúe la presunción de que se están defendiendo intereses colectivos. La forma, el tan denostado procedimiento administrativo, que no burocracia, tiene como finalidad garantizar en lo posible que en esas decisiones urbanísticas se impliquen todos los agentes llamados a ella. Que la ordenación que resulte, para bien o para mal, sea una ordenación asumida, aceptada y participada no sólo por nuestros representantes municipales democráticamente elegidos, sino directamente por los ciudadanos que usarán de la ciudad que estemos creando. Si estas consideraciones no suenan más que a utópicas ideas sin aplicación práctica, tengamos la valentía de cambiar las reglas de juego, pero no continuemos más con la farsa.
Daniel Antúnez Torres es profesor de la ETS de Arquitectura de Sevilla, arquitecto y licenciado en Derecho.
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