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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La mañana de un lunes ANTONI PUIGVERD

Ésta va a ser la crónica del reverso de un sábado, pienso mientras transito a las nueve y media de un lunes. Estoy en Girona, como siempre. Los obreros, cabalgando grúas o armados con el fuego del soplete, han iniciado la batalla del tajo; los oficinistas ya se metieron en la cueva del ordenador, y los niños, los adolescentes y los 12.000 universitarios han sido archivados en las aulas. Las tiendas están cerradas y las calles parecen el estómago de un obeso sometido a régimen de verduras. Cruzo el río Onyar, casi completamente seco, supero la solitaria rambla (que a estas horas parece una viuda muy delgada con un traje gris perla) y desciendo hacia la plaza llamada del Vi (no es mal nombre, ¿verdad?, para la plaza del Ayuntamiento). Como tantas otras veces, ahí está Quim Nadal, no encerrado en su despacho, sino en la acera, que es algo así como la trinchera de un alcalde. Una mujer sesentona -abrigo sencillo, despeinada, ojos chispeantes- le está solicitando algo. Nadal sonríe. Cuando ella se despide, él me invita a desayunar. Por el camino me explica que esta mujer, que parecía salir de un melodrama de Folch i Torras, es una inversora inmobiliaria de tomo y lomo: "Redondea los negocios lagrimeando". Como no podía ser de otro modo (lunes por la mañana), la Granja Mora está cerrada. Es éste un solemne local donde Pujol es recibido como un hermano (fue desterrado, o algo así, y vivió con los padres de la actual propietaria), pero Nadal como un héroe (pues esta señora ama tanto la ciudad que, al estilo de las monjas, casadas con Cristo, se ha fundido con ella). Al decir del escritor Josep Maria Fonalleras, cliente fervoroso y publicista mayor de esta benéfica casa, "aquí se desayuna y se merienda, sea en plan dulce o salado, como en el cielo; y si en el cielo no pueden darse estas meriendas, ¿por qué, Señor, queréis darnos otra vida?". Total que, al estar la santa granja cerrada, buscamos las protectoras paredes de La Llibreria, un bar cuyo bello y simbólico espacio compensa la discreta propuesta gastronómica. El alcalde me cuenta algunas confidencias mientras se zampa un bocadillo minúsculo sin dejar de sonreír. En general, los políticos sonríen frente a las cámaras, pero dibujan su perfil más corriente con rictus de ulceroso. Nadal siempre sonríe. ¿Confianza o timidez? Como la mayoría de los líderes, Nadal aparece tímido tras las gafas de su poderío. Pero no hablemos de política. Él regresa al Ayuntamiento y yo sigo mi camino. Subo por las callejuelas menores del celebrado barrio judío, que fue reinventado por Josep Tarrés, uno de los muchos genios incomprendidos de la ciudad. Con mejores ojos lo describe la novelista inglesa Patrice Chaplin, que narra en su traducida novela D"Albany Park a Girona el descubrimiento, a través del padre amante Tarrés, de la Girona de los cincuenta. Lo que eran angostas calles casi abandonadas ahora son visitadas con los ojos en blanco por médicos de Brooklyn y turistas con taparrabos. En las calles mejor dibujadas (laberínticas escaleras, angosturas serpenteantes) es posible oír, ciertamente, ecos de más de quinientos años, pero en otras también fetidez de orines (un clásico de mi infancia) y grafitti (mucho más que una plaga: una rutina). Sigo hasta la catedral y una vez más, a pesar de haberla contemplado millones de veces, me asalta por sorpresa un efecto barroco que nunca falla: el choque entre la pequeñez de la callejuela medieval y la colosal enormidad de la mole catedralicia. Paso casi sin mirarla porque busco un templo más recogido. Entro en el de Sant Feliu, la colegiata, cuyo recortado campanario gótico se ofrece al visitante como el hermanito de la gigantesca catedral. Aquí se encuentran delicias arquitectónicas que no contaré (como los excepcionales sepulcros romanos y la capilla neoclásica de Sant Narcís, deliciosa... y polvorienta). Me regodeo en ellas durante una media hora. Antes de salir observo el personal que me ha acompañado en esta iglesia gótica y oscura hoy, lunes, a las once en punto de la mañana, cuando la ciudad, con las tiendas cerradas, parece purgar, bajo un sol de aspirina, los excesos del fin de semana: cinco ancianas que rezan, dos estudiantes de arte extasiadas frente a un sepulcro que reproduce en relieve el rapto de Proserpina, una pareja de turistas estupefactos y una mujer muy gorda que silabea compulsivamente dando vueltas y más vueltas al perímetro gótico. Es lunes y la ciudad regresa, no sé muy bien por qué, al gesto ensimismado que glosaron sus poetas modernistas: a la "Girona grisa" que enfatizó un joven Carner. Una ciudad con enormes templos, húmedas nieblas y un silencio enmohecido. La Girona de las piedras, las beatas y los melancólicos.

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