Errores internautas
SEGUNDO BRU No suelo utilizar más allá de lo imprescindible el correo electrónico. Es más, nunca he usado en demasía de ningún tipo de correo desde los tiempos en que andaba ennoviado y, por primera y espero que última vez, vivía en otra ciudad que no en mi Valencia de empedernido sedentario. Siempre he rehuido el género epistolar por artificioso y amanerado, porque es difícil evitar la trivialidad sin incurrir en la pedantería y, sobre todo, porque después de haber husmeado por motivos profesionales en diversos archivos del siglo pasado considero que resulta harto imprudente dejar rehenes en manos del destino a no ser que uno, como al parecer hacía Horace Walpole, conserve su correspondencia archivada con las debidas notas aclaratorias para futuros biógrafos. Así que, como no es éste el caso, uso poco del correo y suelo tomar la precaución de destruir toda la correspondencia que recibo, lo cual he hecho también sin miramientos con cuantas colecciones familiares han llegado a mis manos. Pero, al menos, cuando los servicios postales gozaban de prestigio y credibilidad y no como ahora en que una carta de Valencia a L"Eliana tarda más en llegar a su destino que en la época de mi abuelo el correo transatlántico, difícil era recibir misivas que no fueran dirigidas a su destinatario preciso. Por eso mi sorpresa cuando hace unos días encuentro en mi prácticamente desconocida dirección electrónica particular unas sorprendentes líneas escritas y suscritas por Silvina que, desde Buenos Aires, afirmaba que había soñado conmigo, matizando que "de erotismo ni hablar pero fue muy entretenido", y que esperaba seguir viéndome aunque fuese en sueños. Nuestra cita onírica tuvo lugar en "un bar muy lindo de Buenos Aires", por lo que pensé en una broma de Andrés García Reche, que andaba precisamente esos días por aquellos pagos, hasta que recordé la absoluta privacidad de mi buzón y la no menos absoluta incapacidad informática de nuestro feliz literato cuya última novela corta, o cuento largo, según se mire, acaba de aparecer y no me acompaña en mi saludable exilio fallero por la ruda competencia que le imponían Ellroy y Le Carré. Tiempo al tiempo. Aunque lo de mi cita en el bar porteño, que no era por supuesto el Café Voltaire, ni esa maravilla de maderas nobles y metal dorado que es el Torloni, ni el de Homero, ni el Café La Humedad en un sábado con timba, me llevaba a divagar por el recuerdo. Habría sido, indudablemente, en el Bar Sur, cruzando Dorrego hacia la derecha. En San Telmo, donde la noche es más noche, donde nuestros dólares nos permiten abrir fugazmente las puertas del tango y, con suerte y el negro Joe mediando, hasta las del candongue y soñar con San Juan y Boedo antiguo, con Pompeya y más allá la inundación y con el Sur, siempre el Sur, con su cruz y la luna suburbana alumbrando al chiquilín de Bacin. O con Le Pera -letrista de Gardel y uno de los poetas favoritos de Fuster- con Discépolo, Cadícamo, Troilo, Expósito y Piazzolla, con Sosa, la Rinaldi, la Baltar, el maestro Goyeneche y sobre todo con Carlos, que cada día canta mejor desde hace 64 años. El televisor me sitúa en la realidad mostrando cómo una de las más repulsivas fallas que jamás se hayan plantado frente al Ayuntamiento se hunde en llamas. Hagan como yo, no hay fallas ni en Ayora, ni en Xàbia. Y, llegado el caso, siempre nos queda el Sur, aunque sea virtual.
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