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Efectividad de la ficción literaria

En estos días se esperaba de mí que hubiera acudido a discurrir en un simposio de profesores de Literatura sobre el tema Literatura y vida. Con gran pesar de parte mía, circunstancias personales me han privado de poder hacerlo, pero no bastaron a impedir que tema tan trillado y sin embargo siempre actual -y más ahora que se discute a diario sobre la enseñanza de las Humanidades- se quedara dando vueltas en mi mente. La relación entre la vida humana y ese particular producto de cultura que llamamos literatura ha preocupado desde siempre, y ha dado lugar a diversas especulaciones teóricas tanto como a reflexiones espontáneas, en las que a veces también yo mismo he incurrido, y a las que ahora voy a volver por unos momentos desde mi vieja experiencia de escritor.Para dilucidar la relación entre ambos términos, literatura y vida, se ha tendido con la mayor frecuencia a colocarlos en la cómoda posición de contradicción o, al menos, de contraste. Creo que convendría buscar otro enfoque del problema tratando ante todo de precisar lo que debe entenderse por literatura. Pues en principio literatura es cuanto se encuentra escrito, desde los poemas homéricos hasta los tratados y aun los folletos de literatura médica o farmacéutica o jurídica o comercial, las informaciones de prensa y las cartas privadas, que -¿quién lo duda?- están muy estrechamente ligados con nuestra vida cotidiana. Literatura, en el sentido más amplio, lo sería cualquier enunciado verbal puesto por escrito. Y claro está que en las sociedades avanzadas una parte muy principal de los enunciados verbales que constituyen la trama de la comunicación entre las gentes se formalizan mediante la escritura.

Dicho esto, convendrá no olvidar el hecho recién apuntado de que las sociedades humanas avanzadas -a diferencia de las sociedades animales- están constituidas en efecto, y literalmente, mediante ese entramado de palabras que son los lenguajes. Todas las instituciones dentro de las que vivimos, y sin las cuales recaeríamos en una existencia primitiva, carecen de entidad física, no tienen otro cuerpo que no sea su correspondiente conceptuación verbal, las palabras mediante las que nos son conocidas y entendidas. "Estado", "monarquía", "nación", "municipio" y la infinidad de tantas creaciones culturales como regulan nuestra vida colectiva son meras convenciones tácitamente aceptadas y sólo sostenidas en el lenguaje. Se nos dice por ejemplo que "Hacienda somos todos", y terminaremos quizá por creérnoslo. En cambio, supongamos por un momento (¡cuidado!, es tan sólo hipotético) que la palabra España terminase de desaparecer de nuestro vocabulario y en consecuencia también de nuestra memoria: entonces, de lo que todavía hoy designamos bajo ese nombre no quedaría nada; a lo sumo, la descripción que los geógrafos pudieran hacer acaso de una península al extremo occidental de Europa, poblada tal vez por quién sabe que raros sujetos...

Quiero llamar la atención con esto acerca de algo que sin embargo es bastante obvio: o sea, que la vida de los seres humanos, en cuanto tales, está hecha de las palabras con las que se relacionan entre sí. Por supuesto que en el trato cotidiano esa relación suele ser directa, con interpelaciones orales y sus correspondientes respuestas; pero por muy directa que lo sea, por inmediata que nos lo parezca, inevitablemente lo hace a través de una referencia objetiva; para empezar, al lenguaje común, que permite entender los significados de las palabras empleadas; pero en seguida también a la del complejo de los objetos culturales alojados en ese lenguaje y compartidos por la comunidad en el seno de lo que suele llamarse conciencia colectiva.

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Estos objetos culturales que, al funcionar como modelos de efecto preceptivo, orientan las conductas de la gente, han sido creados en su amplia variedad por obra de la imaginación humana, y cabe decir, que mediante la literatura, de tal modo que cuando se quiere contrastar ésta con la vida habrá de entenderse por tal la meramente biológica -o sea,

la natural-; lo cual carece por lo demás de sentido, ya que en el animal humano esta vida, su actividad fisiológica y biológica, ha sido incorporada por entero a la esfera de la cultura. Más aún, la cultura, en su aspecto de civilización científica, se ha apoderado ya de la naturaleza hasta el extremo de llegar a dominarla, poniendo su manejo e incluso la peligrosa posibilidad de su aniquilación, en manos de esta especie zoológica llamada homo sapiens.

Ahora bien, si la cultura propiamente humana está basada en el lenguaje y sobre todo en el lenguaje escrito, es decir, en la literatura tomada en su sentido general y amplio, solemos llamar literatura en sentido estricto a un cierto sector específico de la escritura. Los profesores de Literatura no tratan (sino acaso por vía tangencial) de la "literatura jurídica" o de la "literatura científica"; tratan en sus clases o en sus estudios de aquella literatura que bien merece ser llamada "poética", por mucho que entre nosotros acostumbre reservarse el nombre de poesía para aquella que adopta forma versificada. Versificada o no, esta literatura es la que, brotando de un impulso creador de calidades estéticas, es fruto de la imaginación libre y no persigue en principio finalidad práctica alguna. Es este particular sector de la literatura el que con tanta frecuencia se contrapone a la vida, predicando muchas veces que constituye una especie de reflejo o imagen estilizada del vivir cotidiano.

Ahora bien, si recordamos que el vivir cotidiano del hombre civilizado está no sólo penetrado y mediatizado sino configurado por la literatura, tendremos que convenir en que existe un camino de ida y vuelta, un circuito cerrado entre la realidad básica del grupo humano y los productos de diversas iniciativas culturales, tanto aquéllos de carácter científico o tecnológico (digamos, el psicoanálisis, la televisión) que modifican más o menos a fondo los comportamientos sociales, como también los que se plasman en obras de creación poética cuyo impacto deja impresión duradera en el imaginario colectivo. Estos últimos, los productos del genio poético, penetran a fondo en el seno de la sociedad, hasta el punto de que versos o frases de los grandes escritores aparecen incrustados por siglos en el lenguaje de cada día sin que, en general, quienes los emplean tengan conciencia del origen de sus palabras ni se den cuenta de que al hablar con su vecino están citando a Lope, a Cervantes o a Calderón. Y no sólo esto: también la literatura poética instala en el imaginario colectivo figuras de valor paradigmático que llegan a hacerse objeto de referencia inexcusable en el intercambio verbal de la comunidad. Muchas son en efecto las criaturas de ficción literaria que, erigidas en prototipos, prestan su nombre para caracterizar a determinados sujetos de carne y hueso similares a ellas en algún aspecto; y así podrá decirse de tal individuo que es un Lovelace, de otro que es un Werther, de otro que es un Don Juan, o tachar de Tartufo al hipócrita o de Harpagón al avaro; y por supuesto caracterizar a alguien como un Quijote. Una de las más originales interpretaciones que se han dado a la invención de este nuestro principal mito literario, el ensayo que Unamuno tituló Vida de Don Quijote y Sancho, insiste en que el personaje cervantino posee una realidad mayor y más densa que la de su autor mismo, afirmando así con su habitual estilo paradójico que no fue Cervantes quien engendró a Don Quijote, sino al contrario: Don Quijote quien engendró a Cervantes, pues de no ser por su personaje, el nombre de un tal Miguel de Cervantes apenas nos diría nada a la fecha de hoy: es, pues, Don Quijote quien mantiene vivo el nombre del escritor en nuestra memoria colectiva. Estos héroes ficticios pueblan la conciencia de los seres humanos vivientes con no menor presencia y no de manera distinta que aquellos héroes ya difuntos a quienes la posteridad suele levantar estatuas, operando con frecuencia más eficaz y duraderamente que los modelos históricos propuestos a la memoria de la posteridad.

No vale la pena insistir en el hecho evidente de que las creaciones literarias juegan un decisivo papel formativo en la realidad de la vida humana. Un papel que, por supuesto, no se limita a la introducción de esas egregias figuras de ficción donde se encuentran encarnados ciertos valores de universal referencia, sino que, por distintos caminos -notablemente, por el de la poesía lírica-, procura indagar en la intimidad de la condición humana y buscar, en vía paralela a la especulación filosófica, respuestas acerca del sentido de la existencia.

Francisco Ayala es escritor.

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